El Letargo del Caído

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La cafetería del hospital era una pocilga de mala muerte.

Cargada de un olor cuya única razón de existir era aniquilar los pocos pulmones sanos que aún merodeaban por allí, el lugar parecía un antro donde ni la muerte se hubiera sentido a gusto de realizar su trabajo. Moscas malolientes volaban de aquí para allá en círculos iterativos y enfermizos, posándose sobre alimentos rancios y en exposición, sin temor a ser ahuyentados por una mano enemiga o una espátula enmohecida. Al igual que sus pobres y miserables clientes, daba asco estar allí.

Axel Furris, quien había detenido su labor para observar, por enésima vez, aquel tugurio maldito, no pudo hacer otra cosa más que resignarse a estar anclado a ese lugar y a retomar lo que estaba haciendo. Colocando una nueva cuartilla de hojas sobre la mesa humedecida, sobre la cual había desplegado (para la seguridad de sus papeles) un mantel descocido, el viejo maestro filitcio se puso a redactar el decimocuarto informe de la mañana. Mientras escribía y escribía (no más para la Casa Negra sino para sí mismo), se dijo que esta no era la vida soñada cuando, hace más de una existencia atrás, decidió entregar su vida a instruir y salvaguardar. Mientras redactaba el manojo de hojas que serían el legado de su vida y la evidencia con la que lo juzgarían, la opresión que sentía en el corazón no hizo más que ir en aumento conforme constataba que eran ya veintisiete alumnos los que estuvieron a su cargo y murieron en la Batalla de los Centauros.

Sintiéndose miserable, echó un vistazo a la foto que en ese momento tenía en las manos y que venía con el certificado de defunción que se encontraba escribiendo. Reconoció el chico al instante: Will Kalb, uno de sus estudiantes más jóvenes y uno de los primeros en morir. En la foto se lo veía feliz, vivo, con una luz en los ojos que destallaba vida por donde se lo mirase. Sin embargo, la imagen que tenía en el recuerdo era el de un muchacho degollado, ahogado en su propia sangre y padeciendo con un último sofoco el peor de los castigos. Su humor se ensombreció con una rapidez que ni el mismo fuego podía superar al arder en su piel. Suspiró de tristeza y sumó el historial del Will a la pila del resto que, al igual que él, murieron demasiado pronto.

Y yo sigo aquí, con cuarenta años de vida y habiendo sobrevivido más de diez guerras.

Las guerras dejan cicatrices en el alma y esas son las que nunca sanan.

Mientras se lamentaba por su suerte, una joven mesera de unos veinte años o más, de cabello naranja zanahoria y miraba despierta, se acercó hacia su mesa y le dedicó una sonrisa conciliadora. Axel le devolvió la misma sonrisa: de tanto ir y venir a este basurero ya se había ganado la simpatía y amistad de aquella muchacha.

¿Hay algo más que pueda ofrecerle? –preguntó la joven en un portugués suave y despacio, a sabiendas de que Axel solo así la entendía–. ¿Qué tal un pedazo de tarta de manzana, cortesía de la casa?

No gracias, pequeña –respondió él, apartando de su vista la documentación con la que estaba trabajando–. Si consigo retener el café sin enfermarme, me doy por satisfecho.

No diga eso, que yo quiero que siga viniendo, aunque sea por nuestro café espantoso.

Pues alégrate, por como vienen las cosas me quedare aquí un tiempo.

¿Todavía no ha mejorado el hijo de su hermano?

Sigue sin despertar.

Lo lamento mucho –se compadeció la chica, cuyo nombre era Cinthia–. ¿Está seguro que no quiere un pedazo de tarta? Le juro que no está rancia, la preparé yo misma.

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