Más Allá de los Sueños

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La mañana siguiente a mi noche de amor con Pablo la viví como un sueño. Embelesada por una felicidad y una paz que amenazaban con explotarme el corazón, viví las siguientes horas de nuestra despedida como el sueño mágico de otra persona. Se sentía extraño estar feliz, contenta...alegre. No era a lo que estaba acostumbrada. Seguramente este instante de regocijo era una tregua divina que me confería el destino para darme un respiro antes de volver caer al vacío ennegrecido que era el cataclismo de mi existencia. Está bien, no me importa: estoy agradecida de tener, aunque sea para el recuerdo, este agradable momento. No soy tonta, sabía que era cuestión de tiempo para que la magia de mi noche de amor se vaporizara en el aire como el humo de una locomotora en llamas, por lo que decidí aprovechar al máximo lo que tenía y seguí caminando, evitando a toda costa moverme por las cercanías de mi casa. Ojala el sueño me durase hasta el caer del próximo alba.

Por primera vez en años, percibí en Sierra de los Padres la calidez que embriagaron los días más felices de mi infancia. Rememoré en mis movimientos las tardes que pasé explorando las calles de aquel lugar que aún seguía siendo mi hogar, perdiéndome en terrenos que no conocía y que me generaron miedos. Caminando entre casas, colinas y árboles, me sentí nuevamente esa niña que aprendió a dar sus primeros pasos en soledad y descubrió por su cuenta un barrio que, en contra de quienes vivían cerrados, despedía cierta magia. Eso era Sierra de los Padres para mí: un lugar donde la magia si existía.

Cerré los ojos y una vez más sentí la piel arder en rigor.

El roce de Pablo sigue vivo en mi interior.

Sin miedo y sin atrición, alcé la mirada al cielo y agradecí a Dios por la noche anterior.

"Debería darte vergüenza jovencita, dar las gracias por algo como eso", es algo que mi madre de seguro me hubiera dicho. Pero bueno, si a futuro la justicia divina iba a juzgarme por eso, de buena gana enfrentaría los corolarios de mis deseos.

La noche anterior ha sido la más maravillosa de toda mi vida, gracias, gracias por eso.

Durante horas caminé sin ser consciente de hacia dónde iba: mis pies conocían el camino. Me vi a mí misma ascendiendo por las calles de lo que sabía que, tarde o temprano, me conducirían a un lugar al que Melisa y yo denominamos La Colina: una gran pradera verde libre de asfalto, caminos de tierras y casas de lo más pintorescas. Era un perfecto y hermoso sendero de pastizal verde que, una vez que conseguíamos llegar a la cima, te ofrecía una perfecta vista del gran lago de Sierra de los Padres, que a su vez conformaba el patio trasero de las casas más adineradas de la residencia. Cuando era muy pequeña y los gritos de mi madre y los llantos de Melisa se me antojaban insoportables, solía huir de casa y refugiarme allí. Ese lugar era a prueba de estrés: nadie, ni si quiera el más pesimista de los seres vivientes, puede estar allí y sentirse mal o deprimido. Era justamente eso: un refugio a los problemas de la realidad. Mi pequeño paraíso personal.

Me tomó un considerable monto de tiempo llegar a mi destino. Habían transcurrido no sé cuántos años desde la última vez que estuve allí. ¿Por qué diablos dejé que pasaran tantos años? Cualquiera que tuviera ojos no podría negar la hermosura de aquel lugar. Ascendí con parsimonia los varios de metros de pradera hasta que decidí poner el culo en el suelo y disfrutar de la vista.

Al igual que hace mil millones de años, el sol de aquel día de invierno se posaba en lo alto del cielo brillando esplendorosamente. Sus rayos podían verse reflejados en el espejo cristalino que eran las aguas del lago, arrancando de su superficie destellos luminosos tan laboriosos como de los propios diamantes. Dirigí mí vista al conjunto de casas que la gente rica y adinerada tenían la suerte de llamar hogar. Una de mis más infantiles y egoístas ambiciones, ya incluso desde pequeña, era poder vivir, algún día, en una mansión como aquellas. Nunca conocí el lujo ni nada parecido. Jamás salí de Sierra de los Padres ni de Mar del Plata, apenas conocía el mundo más allá de estas tierras. Todos los años, la mayoría de la gente de mi escuela suele irse de vacaciones con su familia a alguno de esos lugares como Estados Unidos o demás países de Europa. Volvían luego a Argentina y hacían ostentación de lo mucho que disfrutaron y yo, al igual que otros alumnos (aunque ciertamente éramos la minoría), teníamos que hacer acopio de fuerza de voluntad para no dejar que el veneno de la envidia nos ardiera en la sangre y nos pusiera en evidencia. Así había sido toda mi vida y, por más triste que sonara, era mi realidad y la debía aceptar: mi papá es el único que aporta ingresos a la casa y eso apenas bastaba para cubrir nuestras necesidades más elementarías. No conocí el lujo durante mi infancia, tampoco lo conocí en mi adolescencia y probablemente no lo conoceré nunca en mi vida adulta, pues aún no tenía la más mínima idea de que iba a ser de ella. Quizás es por ese motivo que leía y fantaseaba mucho: he conocido ciudades como París y Roma a través de los libros que he leído y de los escenarios imaginarios que yo misma he creado. He vivido mil vidas sin salir jamás de las tierras que me conocían y he resucitado siempre en miles de formas distintas. Esa era la magia de los libros: mi única vía de escape de una realidad que me resultaba devastadora.

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