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Ella tenía un plan. Lo único que él debía hacer era causar el fuego, solo eso. Una tarea tan simple como tirar un poco de líquido inflamable y un encendedor sobre ello y listo.
Pero había fallado.
O eso le había hecho creer.
Pronto le revelaría sus verdaderas intenciones, y aunque al principio no fueron en absoluto de su agrado siguió el plan que había diseñado, él se hubiese odiado a sí mismo por fallarle. Él era capaz (y había sido) de hacer lo que ella dijera con tal de que estuviese orgullosa.
Quería acercarse, pero resulta que ambos eran completamente opuestos. Mientras él era más de deportes y agradable, ella era se inclinaba por los libros y amargada. Cuando los niños de su calle los invitaban a salir él no titubeaba para decir si, mientras tanto en la biblioteca ella devoraba los libros de su padre.
Lo único que ambos compartían era aquellos azulados ojos, aunque entre sí también tenían diferencias; los suyos eran azul grisáceo mientras que los de ella eran de un azul más claro y transparente.
Un día que su padre se hallaba molesto dejó en su mejilla una roja marca de su gigante mano, casi del tamaño de su cara entera. Las lágrimas brotaban si parar, sin embargo, él quería ser fuerte, necesitaba serlo, por ella, así que en cuanto pudo subió a la biblioteca para encontrarla. No había pensado en que iba a decirle. En eso, recordó aquella ocasión:
—¡¿Qué?! Tenemos que decirle a...
—¡No!—su diminuto cuerpo temblaba, y claro, en pleno invierno la chiquilla llevaba la piel de las piernas y brazos desnuda. La ropa que llevaba la traía hecha un remolino, igual que su cabello. Se quedo unos momentos mirando la nieve fijamente, él la veía a la cara sin poder despegar la mirada.
Vio como temblaba, así que se acerco, se quitó la chamarra y se la paso sobre los hombros; a esa edad a penas era 7 cm más alto que ella. Se separo un poco, esperando a una explicación. Al notar que no tenía intenciones de hablar abrió la boca para agregar algo, entonces fue interrumpido:
—¿Qué le vas a decir?—la voz la tenía quebrada, aun así tomo un poco de la valentía que tenía y lo miro a la cara, levantando un poco la barbilla.
Él se quedo inerte. No lo había pensado.
—No se, no...había pensado en eso.
Se quedaron en silencio unos segundos. Le hubiese gustado decirle más, que no estaba sola, que lo tenía a él, que algún día podrían huir juntos y jamás volverían a sufrir. Nunca.
—Ese es el problema. Tu jamás piensas.
Recordó todo aquello con dolor. El corazón se le volvió a romper en mil pedazos mientras subía con terror las escaleras. Al llegar arriba se encontró con un profundo silencio que lo puso un tanto inquieto.
—Hey...soy yo—susurro al vacío.
Camino lentamente intentando no hacer ruido. Se había quedado con ello, sabía que ahora no importaba si daba pisadas estruendosas, aún así caminaba con pasos de un ratón ya que sabía que a ella no le gustaba que hiciera ruido en la biblioteca, menos a su padre.
Pasó dos estantes más, y ya al final del tercero la encontró.
Al principio se asustó al ver en bulto que se hallaba arrinconado,  luego noto su respiración agitada y suspiro aliviado, al menos ya sabía donde se encontraba.
Dió un paso para sentarse a su lado. La madera del piso resono ocasionando que volteara con expresión aterrada y sin querer susurrará.
—Ya no más...
Notó en menos de medio segundo que no se trataba de alguien más que él.
—Vete.
Le dijo y volvió a acomodar su cabeza entre sus brazos y piernas.
Él se fue acercando poco a poco hasta llegar a un par de pasos de ella.
—¿Estas...—estiró la mano para tocarla pero ella se asusto encacillandose más.
La escena era desgarradora, aquel niño solo buscaba protegerla, pero no había podido hacerlo, otra vez. Otra vez la había dejado. Otra vez la había desilusionado. Ahora por su culpa se hallaba destrozada de todas las maneras posibles.
Su mano continuó vaga en el aire, como alguien temeroso acercándose a un animal herido. Así era. Herida.
Recogió su brazo entero y se hinco ante ella. Agacho la cabeza y pronunció lo siguiente:
—Perdóname. Te falle. Otra vez. Lo lamento tanto. Lo único que me importa eres tu, y si te falle, no se de qué sirvo, así que por favor. Castigame.
—Jamás piensas.
—No, jamas pienso cuando estoy contigo.
Espero unos segundos con la cabeza gacha, viendo solo sus manos rojas de los golpes. Al no sentir nada alzo la cara y se encontró con la suya, a unos cuantos centímetros, enojada.
Y sin más le soltó una cachetada, que dolió aún más que la anterior, y simplemente porque venía de sus delicadas manos. Pero no bastaba con una. Dio otra, y otra, y otra. Su rostro quedo hinchado de la mejilla y rojo al borde del sangrado. Después de eso comenzaron los golpes. Ella lo golpeo una y otra vez en el brazo, cuando lo derribo lo golpeo con todas sus fuerzas, desatando con él su furia. Golpes en la espalda, el  cuerpo, en los brazos, en todos lados. Él se resistió hasta que ella terminó.
Con algo de sangre en la boca y muchos moretones en el cuerpo ambos se sentaron alejados uno del otro. Exhaustos. Cuando sus respiraciones se tranquilizaron por fin volvió a hablar.
—Déjame ver.
—No.
—Necesito verlo.
—¡No!
No quería obligarla, así que solo se le quedo mirando un rato hasta que sintió incomodidad y accedió.
Se dio la vuelta y comenzó a desabotonarse el vestido rosa que ocultaba perfectamente las heridas que llenaban su cuerpo. Mientras se desvestía él se coloco detrás de ella para ayudarle cuando necesitara bajar el cierre de la espalda.
Bajo con cuidado aquel vestido coral hasta dejarlo en el suelo.
Como temía (y esperaba) su espalda, llena de cicatrices anteriores estaba llena de nuevas heridas, contó cuantas y anunció:
—Ocho azotes, catorce quemaduras y siete moretones.
Aquello había sido una verdadera  brutalidad.
—Ahora volteate.
—Puedo contarlos yo sola.
—Hazlo.
—¡No quiero!
—Si no lo haces te voy a dar un fuerte abrazo.
—¡No! Espera...
Avergonzada de pies a cabeza se dio la vuelta.
Él la admiro también avergonzado y con un nudo en el estomago su delgado cuerpo. Concentrándose en contar las heridas (e intentando evitar el sonrojo) contó ocho moretones y solo cuatro quemaduras. De igual manera hizo con sus piernas donde yacían trece moretones y ocho quemaduras.
—Ese...mal nacido. Te lastimo mucho.
—Ahh...—intento con dificultad pero lo que hacía no la dejaba pensar bien.
—Listo. Ven, te ducharé.
Y ambos salieron juntos por aquel pasillo, igual que antes lo hacían, igual que como ahora.

Algunas risitas se escuchaban de las habitaciones especiales.
Ella estaba encantada con el lugar, era perfecto para estar, era mucho mejor que aquella vieja casa. Él estaba asustado, tanto que en un momento del largo pasillo sin pensarlo mucho la tomo de la mano. Esto la sorprendió un poco, lo miro a la cara mientras caminaban detrás del enfermero esperando que volteara sus ojos grisaseos hacia ella, y cuando lo hizo primero con confusión y luego con vergüenza ella simplemente lo beso.
—Aqui será tu habitación, de las mejores que tenemos—señaló un cuarto parecido a una cárcel pero en blanco.
Lo miro desconcertado y se quedó pensativo. Debía elegir entre soltar la mano de la chica de la que sin darse cuenta se había enamorado o seguía aquel plan que ella había diseñado, en el que probablemente sería su títere.
—¿Qué esperas para entrar?
Él se quedo inmuto, un segundo después ella le hizo una seña y movió los labios para articular "nos veremos luego". Él soltó su mano y entró a la habitación. Desde la ventanilla la vio por última vez vestida como jamás hubiese querido, con aquel bata de hospital como si estuviese loca.
Pensó en el lugar. Ahí era mucho más fácil estar con ella, sin que pudieran salir, juntos, para siempre.
¿Cómo había dicho que se llamaba?...
¿Manicomio?
Levantó la mirada y se encontró con la suya y una leve sonrisa, la más hermosa de ahí, la más hermosa de cualquier lado.
Y sonrió.

Detrás de las tinieblasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora