Capítulo 3

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Alba miró una vez más por el espejo retrovisor del coche, comprobó que no había nadie caminando por la calle y volvió a mirar hacía delante, vigilante del portal 56. Estaba paranoica. Francisco no había estado ausente siquiera cinco minutos y ella ya estaba considerando la posibilidad de que estuviese muerto.

Se chupó los labios nerviosa y suspiró fuertemente. Desearía haber ido con Francisco, pero él había insistido en que se quedase en el coche y, después de discutir con él, había accedido. Ahora ella sabía que contaría los segundos hasta que Francisco saliese por la puerta, o algo más sucediese.

Francisco llegó finalmente al tercer piso. Su mano estaba agarrada firmemente a la barandilla, que él había seguido inconscientemente. Había terminado de fumarse su cigarrillo en el portal del edificio, pero ahora no le haría ascos a otro. Necesitaba calmar sus nervios, aunque un cigarrillo no haría más fácil la tarea a la que se enfrentaría a continuación.

Solo había dos puertas en cada piso. Francisco se plantó delante de la puerta de la derecha, que estaba entreabierta, y se pasó la mano por el pelo, recolocando un par de mechones que se había escapado mientras subía las escaleras. Abrió el resto de la puerta, la tenue luz naranja de la bombilla del descansillo iluminó parte de la habitación. Parecía una sala de estar. Había un sofá rojizo a la izquierda, con una mesita de café delante. El rayo de luz cesaba de iluminar la sala justo a la mitad de la mesita. Más allá, en la oscuridad, había una ventana que, tapada con cortinas blancas, dejaba pasar la luz de la luna y daba al resto de la habitación un tono frío. Allí, escondida en la oscuridad, se encontraba la misteriosa figura del chantajista.

Francisco dudó por un segundo entre entrar o irse, olvidarse de todo, ver dónde caerían las fichas. Pero sabía que ese era un riesgo muy alto (o al menos, era el que dañaría a más gente), que no estaba dispuesto a tomar. Teniendo esto en mente, decidió entrar en la habitación.

—No des un paso más.

Francisco paró en seco. Estaba perplejo, era la voz de una mujer.

—¿Dónde está el dinero? —preguntó la sombra. El reflejo dorado de un revolver brilló en la mano de la figura.

—No lo tengo —Francisco confesó decidido. Ahora que sabía que era una mujer se sentía algo más seguro de sí mismo. No se lo pensó dos veces cuando dio otro paso hacía ella.

—¿Quieres un agujero en el pecho? —amenazó la figura —He dicho que no te acerques más.

—Baja el arma —dijo Francisco. Entonces oyó cómo ella cargaba el revólver y él paró, poniendo los brazos en alto. A lo mejor no había sido una buena idea confiarse tanto.

—¿Quién eres? —preguntó él.

—No estás en posición de hacer preguntas —dijo ella. Francisco notó que la voz era calmada, joven, pero por más que tratase de ver en la oscuridad, no podía discernir nada más de la figura.

—Quiero mi dinero —continuó ella.

Francisco tragó saliva. Nunca en su vida había pensado que acabaría en esta situación: una mujer apuntándole con una pistola, haciéndole chantaje.

—No lo tengo —dijo él —. Necesito más tiempo.

Durante un tenso segundo, el silencio colgó en el aire. Finalmente, la chica descargó la pistola, guardándola en algún sitio detrás suyo. Se apoyó en la pared y respiró profundamente.

—Tienes 48 horas —dijo ella —. Te contactaré con otra localización. Ven solo. Y esta vez trae el dinero.

Francisco bajó los brazos y se relajó ligeramente. Se había conseguido 48 horas más para resolver este puzle.

—Puedes irte —le informó ella.

Él asintió con la cabeza y se alejó sin girarse. No quería darle la oportunidad de dispararle por la espalda, aunque ella no tenía ninguna intención de hacerlo pues, ¿de dónde sacaría sino el dinero?

Francisco dejó el apartamento, cerrando la puerta tras él, y suspiró como si el peso del mundo estuviese en sus hombros. Bajó las escaleras a paso ligero y fue directo al coche donde Alba le esperaba impaciente.

Cuando Alba le vio se sintió profundamente aliviada. No sabía qué habría podido pasar en aquel apartamento, pero Francisco había salido con vida y eso era lo único que le importaba. Él se subió al coche y permaneció en silencio, mirando fijamente el portal, acariciándose el labio inferior con el pulgar izquierdo, pensativo, y con la otra mano agarrando el volante con seguridad.

Alba iba a preguntarle sobre lo acontecido cuando vio que su cuerpo se tensaba. La puerta del edificio se había abierto, pero solo era un muchacho. Francisco suspiró y se hundió más en su asiento. El muchacho salió a paso ligero del edificio, llevaba una gabardina y una parpusa, e iba con las manos en los bolsillos. Se dirigió en la dirección opuesta al coche y desapareció en la noche.

Francisco continuó observando el portal, esperando para ver si la mujer salía del edificio. Pero Alba no se relajó, pues sabía perfectamente que el muchacho que había salido no era un chico en absoluto.

—Francisco, arranca el coche —dijo ella —. Sé a dónde ir.  

Las chicas del cable - LucíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora