Capítulo 9

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—Francisco, ¿qué estamos haciendo aquí? —preguntó Lucía nerviosa.

Francisco le mandó callar mientras miraba fijamente la puerta. Alba tenía que salir de ahí de un momento a otro. Y si no lo hacía... Entonces tendría que recurrir al otro plan, y Francisco no era especialmente partidario del plan alternativo.

Lucía cerró la boca a regañadientes y miró en la misma dirección que Francisco: la puerta del hotel. Alba había entrado directamente a la boca del lobo, iba a conseguir el dinero. Francisco era el que había ideado el plan y parecía perfecto, siempre que olvidasen el detalle de que era una locura.

Después de vapulear a Lucía a base de preguntas, Francisco había conseguido la información suficiente para crear este plan. Podían hacer exactamente lo que el jefe de Lucía requería de ella para que no le contase nada a sus padres: darle el dinero. La única pregunta era de dónde conseguir el dinero, pero Francisco se dio cuenta de que no tenían que ganarlo en absoluto, ya lo tenían, solo había que cogerlo.

Al principio Lucía había estado confusa sobre lo que Francisco pretendía decir, hasta que hizo las cuentas.

—No —se había negado ella en rotundo —. ¿Acaso estás loco, Francisco? Si me pillan ahí, me matan.

Francisco sacudió la cabeza. Lucía estaba exagerando y, de todos modos, ese no era el plan.

—No pensaba mandarte a ti —le había dicho él, mirando después a Alba —. Si no a una ladrona de verdad.

Alba frunció entonces el ceño. Había seguido con atención el interrogatorio que Francisco le había hecho a la joven, pero no tenía ni la más ligera idea de adónde quería llegar Francisco con sus preguntas. Hasta ahora.

Quería que Alba robase el dinero del casino. Robar el dinero al propio chantajista.

La idea era desde luego atractiva para Alba pero los riesgos que conllevaba eran muchos. Aún así había accedido, y hace apenas cinco minutos había atravesado la gran puerta del hotel, mientras Francisco y Lucía esperaban en el coche.

Alba había podido, perfectamente, entrar al hotel sin levantar sospechas. Envuelta en el largo abrigo de pieles de Lucía, quien lo había cogido sin permiso del armario de su madre para protegerse del frío de la noche, parecía una clienta adinerada. Alba miraba por encima del hombro a los verdaderos clientes del hotel. Solo los más nocturnos deambulaban a estas horas por los pasillos, concentrados en sus preocupaciones mundanas. Al fondo de la sala, Alba leyó un gran cartel de bordes dorados: Casino.

Según Lucía, todos los viernes de la semana se vaciaba la caja fuerte que estaba en el despacho de su jefe, al fondo del casino. Hoy era viernes. Si desaparecían unas cuantas miles de pesetas, nadie se daría cuenta pues, de acuerdo con Lucía, el casino producía mucho más dinero que eso. El encargado, un hombre de confianza del jefe del casino, recogería el dinero de la caja a las nueve de la mañana junto con una carta firmada por el jefe que tenía anotada la cantidad de dinero que tendría que haber en la caja. La carta estaría en la mesa del despacho. Después metería todo en un maletín y lo llevaría al banco para ingresarlo en la cuenta del hotel. El banco lo contaría, delante del encargado, y solo habría problemas si la cantidad que había apuntada en la carta no se correspondía con la que el banco contaba.

Alba tenía que entrar al despacho, abrir la caja fuerte, coger el dinero, falsificar otra carta con la nueva cantidad, intercambiarla y salir. Sin ser vista, obviamente.

Fácil, pensó Alba.

El casino no abriría sus puertas al público hasta las diez, pero ahora mismo, a las cinco de la mañana, las puertas no estaban cerradas con llave para que las chicas de la limpieza pudiesen hacer sus rondas.

Alba caminó decidida y sin levantar sospechas, atravesando la entrada y acercándose cada vez más a la puerta del casino. Pero, de repente, paró en seco. La puerta estaba siendo abierta desde dentro, alguien iba a salir. Alba se dio la vuelta y, mientras fingía estar muy interesada en una de las pinturas que adornaban el hall, miró por el rabillo del ojo para ver quién salía de la habitación.

Alba dejó salir un suave suspiro de alivio cuando vio que se trataba de una de las chicas de la limpieza. También notó otro detalle: el uniforme. Era azul, con un delantal blanco. El azul era claro, parecido al del uniforme de las chicas del cable. Alba pensó que era una oportunidad demasiado buena para no tomarla.

Miró a todos lados y, cuando se cercioró de que nadie estaba mirando dejó el abrigo de pieles en un sillón cercano, revelando su uniforme.

Reanudó su paso hacia el casino y abrió la puerta. La habitación que se encontró era espaciosa y tenuemente iluminada. Cinco mesas de juego estaban esparcidas por la sala, a la derecha había un bar y al fondo del todo una puerta.

Tiene que ser el despacho, pensó ella.

No vaciló ni un segundo, estaba completamente sola en aquella sala. Esto era un paseo por el parque para ella.

Tomó el pomo de la puerta y lo giró, encontrando ninguna resistencia. La puerta se abrió y reveló un pequeño despacho con un escritorio de madera oscura, a la derecha una pila de papeles entre los que Alba reconoció periódicos y algún que otro libro y, a la izquierda, la caja fuerte. Parecía un armario de un metro de alto por medio de ancho, tenía un dial y una manivela.

Alba se agachó en frente de la caja y puso su oreja pegada a su puerta. Comenzó a girar el dial hacia un lado hasta que oyó un pequeño click, después giró el dial hacia el otro lado. Así un par de veces hasta que escuchó un click más fuerte. Alba se puso recta, ¿lo había conseguido?

Probó la manivela y la puerta cedió. Ante sus ojos aparecieron billetes y billetes. Se humedeció los labios. Jamás había estado ante tal cantidad de dinero. Si cogiese todo sería capaz de irse por fin a Argentina y dejar todo su pasado atrás.

Pero Alba cogió únicamente la cantidad que Lucía necesitaba y dejó el resto. Cerró la caja y se incorporó, yendo a por el escritorio. La carta no estaba ahí. Alba miró todos lo papeles que había encima de la mesa, poniéndose más y más nerviosa cada segundo. Si no encontraba el papel todo esto sería en vano, les descubrirían. Miró y miró pero no estaba por ninguna parte.

Alba respiró fuerte durante algunos segundos.

Tiene que estar en algún sitio, Alba, se dijo a sí misma. ¿Dónde lo dejaría Francisco?

Alba fue detrás del escritorio, donde estaba la silla y se sentó en ella. Miró el escritorio analizándolo mientras su mano lo acariciaba, viajando por la madera, y bajando cada vez más, hasta los cajones. Abrió el primero, y allí estaba. Alba sonrió triunfante. Cogió el papel, miró la cifra, le restó lo que había cogido y escribió en otro papel idéntico la nueva cifra. Terminó el papel falsificando la firma que había en el original y puso el nuevo en el cajón. Se levantó y trató de poner todo como estaba antes.

Perfecto, pensó.

Alba se dirigió a la puerta pero paró y miró a la mesa.

El original, se dio cuenta. Lo había dejado encima de la mesa. Lo cogió agarró y lo metió en el pequeño bolso donde había metido las pesetas.

Vale, se dijo. Ahora podía irse. La habitación estaba exactamente como cuando Alba había entrado, y nadie iba a sospechar de ella una vez saliese, puesto que el uniforme protegía sus intenciones. Todo iba perfecto.

Alba se dirigió a la puerta, sonriendo triunfalmente, y la abrió.

Sus ojos se abrieron como platos.

—¿Qué te crees que estás haciendo? —preguntó un hombre trajeado.

La sonrisa de Alba se desvaneció.

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Las chicas del cable - LucíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora