Capítulo 6

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—¿Por qué estamos aquí? —preguntó Francisco exasperado.

Lucía le había guiado mientras él conducía. Gira a la derecha. Toma la siguiente a la izquierda. Tira para alante. Francisco ya estaba harto de ser dirigido, no estaba acostumbrado a no tener las riendas de la situación. Y que ni siquiera le hubiese dejado conducir tranquilo había sido la gota que colmaba el vaso. Ya estaba cansado de aquella mocosa.

— Porque la comisaría más cercana está, por lo menos, a siete kilómetros —le respondió Lucía.

Francisco miró a la chica durante un segundo, no se creía lo que oía. Estaba seguro que se había topado con la criminal más estúpida de todo Madrid. Lo que quería saber era qué quería de ellos la niña ésta.

— No me refiero aquí aquí —exclamó él señalando a su alrededor —, sino aquí.

La chica sonrió un poco. Le resultaba gracioso ver cómo alguien que parecía tan respetable y poderoso, con su ropa cara y pelo encerado, perdía los nervios por su culpa.

—Oh —dijo ella, haciéndose la despistada —, haber especificado.

Francisco suspiro por la nariz fuertemente, intentando mantener la calma. Y fallando.

—Francisco —dijo Alba, tocándole el brazo —, yo me encargo.

Alba pensaba que, habiendo tratado con Lucía con anterioridad, tendría más posibilidades que Francisco de entenderse con ella.

Francisco le dio espacio, andando un poco hacia el coche y observando dónde estaban. Era el Puente de los Franceses; un acueducto a las afueras de Madrid que atravesaba el río Manzanares. Estaban debajo de uno de los arcos que, en la distancia, parecían ojos escondidos en la tierra. Había un fuerte olor a alcohol y desechos, posiblemente por el río, que era usado furtivamente para deshacerse de cualquier desperdicio, ya fuesen camas viejas o restos de comida. El suelo era de tierra, lo cual había hecho que en un principio Francisco se preocupase por sus zapatos, pero esa preocupación había sido empujada rápidamente al fondo de su lista de prioridades. Tenía cosas más urgentes entre manos.

La chica, que iba vestida con unos pantalones negros, una camiseta blanca y un chaleco gris; tal como había salido aquel muchacho del edificio de la calle Barquillo, les miraba como si fuesen objetos de exposición. Como si estuviese intentando descifrarlos. Su pelo esta vez no lo llevaba escondido debajo de una boina, sino que estaba suelto, dejando al aire una melena rizada y oscura. El caro abrigo de pieles que, según ella, había cogido porque era lo que tenía más a mano; lo había dejado en el coche bajo el pretexto de que ya no hacía frío, aunque el aliento de los tres todavía salía de sus bocas con visibles nubes blancas.

Alba, quien se abrazaba a sí misma para mantener el calor, tomó el puesto de Francisco cerca de Lucía y la miró intentando mantener su fachada fría, pero Lucía la conocía bien. Sabía que solo era eso, un fachada. Así que Lucía le lanzó una sonrisa tonta y notó como Alba se relajaba visiblemente. Ahora sí que podían hablar.

—Lucía —empezó Alba. Lucía levantó las cejas, expectante —, necesito que le devuelvas la pitillera a Francisco.

Lucía tomó una expresión de entendimiento.

—Claro —dijo ella sinceramente —, en cuanto me dé mi dinero.

Francisco se giró hacia ella como un látigo.

—No te voy a dar ni un real —le dijo apuntándole con un dedo.

—Pues te quedas sin pitillera, chico —dijo Lucía con una mueca burlona —. Una pena, he oido que es una prueba crucial en un crimen...

Las chicas del cable - LucíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora