Carlota

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Carlota se acomodó un poco más en su sitio. Estaba tumbada de lado en la cama de Miguel, su espalda apoyada en Sara. Ella se entretenía en trazar distraídamente patrones incoherentes en el brazo de Carlota.

En ese momento Carlota suspiró. Pero no era uno de aburrimiento o malestar; era de resignación. El tipo de resignación que uno asume cuando está, simplemente, contento. Era un buen tipo de suspiro. Por un momento como este, todos los suplicios que habían tenido que aguantar parecían haber merecido la pena.

En ese momento, en este apartamento, estaba con las dos personas que más quería en todo el mundo. En ese momento, mientras Sara terminaba satisfecha su último dibujo invisible, se dio cuenta de que no era simple deseo o atracción lo que sentía por Miguel y por Sara; era amor. ¿Se podía amar a dos personas a la vez, tal como hacía ella? Cualquiera diría que una de ellas se vería más favorecida. En este caso no era así.

Miguel había sido su novio desde hace años, y muchas veces había imaginado un futuro con él, aunque nunca lo hubiese admitido. Pero siempre que se imaginaba a sí misma dentro de cinco, diez, veinte años; Miguel estaba a su lado.

Sara había sido una sorpresa que la vida le había lanzado. Todavía se sentía extraña por la situación pues, ¿era natural amar a una mujer? Nunca se lo había planteado. En esta sociedad no era ni una posibilidad remota. La mujer debía ir de la mano del hombre. Pero ella no quería las normas que esta sociedad tenía implantada, no si la recompensa era solo para los hombres. ¿Tan solo por eso amaba a Sara? ¿Por rebelarse contra el patriarcado?

Sara le besó el hombro y bajó la mano hasta la cintura de Carlota, donde continuó trazando círculos entrecruzados.

No, no era solo por eso. Ahora, si miraba hacia el futuro, no podía imaginarlo sin tener a Sara a su lado. Cuando veía a Sara en una habitación no podía evitar que su corazón diera un saltito, o que sus mejillas se enrojecieran un tono de más. No podía evitar sentirse algo decaída cuando no estaba con ella y que de vez en cuando se preguntase dónde estaría o qué estaría haciendo.

No podía evitar haber hecho el trato con su padre para sacarla de la cárcel. La amaba.

Sabía que eso era amor porque ya lo había sentido antes, y lo seguía sintiendo, por Miguel. Eran diferentes, uno más madurado, otro nuevo y excitante, pero ambos significaban lo mismo en su corazón. Eso era amor.

Miguel entró otra vez en la habitación. Había ido a coger otra botella de champagne. Iba desnudo y con una expresión de radiante felicidad. Solo se respiraba alegría en esa habitación. Tanta, que hacía olvidar todos los problemas del exterior.

—¿Otra botella? —preguntó Sara incorporándose, no preocupándose de cubrirse el cuerpo con las sábanas. Miguel se sentó en un lado de la cama y empezó a abrir la botella.

—Hoy es una fecha que celebrar —explicó él. El corcho de la botella saltó por los aires, escapando de la botella con un sonido que invitaba a sonreír—. Hoy hemos hecho lo imposible y, gracias ello —continuó mientras servía la bebida en los vasos altos que habían quedado olvidados y vacíos hace media hora en el suelo. Miguel repartió los vasos y siguió —.Gracias a ello, mañana todavía tendréis un trabajo.

Sara sonrió y brindó con él, chocando suavemente los vasos. Carlota mantuvo el suyo en la mano pero no bebió. Una duda todavía le corroía.

—¿No te arrepientes de haber robado los planos de Rotary? —le preguntó a Miguel.

Él terminó de tragar el sorbo y desvió su mirada hacía el escritorio que había en el otro lado de la habitación, donde ahora residían los planos.

—No —dijo él —, de lo único que me arrepiento es de traicionar a Carlos. Le hacía mucha ilusión crear el Rotary, ¿sabes?

Carlota asintió con la cabeza y bebió algo de champagne.

Las chicas del cable - LucíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora