Capítulo 11

290 16 0
                                    

—No va a pagar nada.

El jefe del casino le miró con furia hasta que rompió en una sonora carcajada.

—¿Estás loco, muchacho?

Francisco ni se inmutó. Parece que tenga un as bajo la manga, pensó Lucía. Había visto a muchos hombres con esa cara mientras jugaba al poker y todas sus variantes. Los hombres que se atrevían a mirar así a su oponente o tenían una baza muy buena o se estaban tirando un farol. Ambos tipos de hombres tenían la confianza por las nubes porque se creían los más listos de la habitación, pero los que mienten siempre tienen un pequeño gesto que les diferencia de los primeros. Lucía se había vuelto muy buena captando esos pequeños movimientos, podía ser un poco de sudor, pestañear el doble de veces o quedarse quieto cual león acechando a una presa. Sin embargo, por más que observase a Francisco no podía ver nada que le delatase. ¿Podría ser entonces que, efectivamente, tuviese una buena mano?

—¿Acaso quieres morir?— preguntó Ángel.

—No me va a matar— dijo Francisco confiado pero calmado— Nos va a dejar ir y se va a olvidar de cualquier deuda que ninguno de nosotros tenga.

Ángel miró a sus dos esbirros y se rió otra vez.

—¿Y por qué iba a hacer eso?

—Porque si no lo hace, le cierro el local.

La amenaza era lo suficientemente seria como para callar al jefe, aunque los matones seguían con estúpidas sonrisas entretenidas. Ángel analizó a Francisco. No lo conocía, pero por su porte podría parecer alguien importante. Pero si ese era el caso, ¿por qué iba con semejante compañía? Sus ojos entonces trazaron la figura de la mujer a la que había interrumpido mientras trataba de robarle. Era una chica guapa, desde luego. Mujeres. Esa era la única razón que se le ocurría. El muy estúpido está enamorado, pensó. Esto era peligroso. Un hombre enamorado podía hacer locuras. Pero, ¿podría arruinarle el negocio?

—¿Y como pretendes hacer eso, muchacho?

—Este hotel lo dirige Rafael García, quien resulta tenerme en muy buena estima porque le recomiendo sus establecimientos a bastantes invitados. ¿Qué cree que pasaría si le digo que no pienso enviarle a más clientes porque es usted un canalla? ¿Y si además le contase que está chantajeando a esta muchacha?— dijo Francisco señalando casualmente a Lucía— Porque yo creo que le haría flaco favor a su caso.

El jefe miró a Lucia, a Alba y, finalmente, a Francisco. Cerró el puño con fuerza y el lanzó un puñetazo a la mandíbula de Francisco, colisionando con tanta fuerza que empujó a Francisco contra la pared de su espalda.

—De acuerdo— dijo entre dientes.

Había captado el mensaje. Había perdido la guerra de poder. Sí, podía cumplir la amenaza que tenía sobre la cabeza de la chica, pero, ¿qué pasaría entonces con él? El casino le daría el mismo dinero que aquella amenaza en unos meses, ¿merecía entonces la pena? De alguna forma la chica ahora estaba protegida por gente que pululaba las altas esferas de Madrid. Era intocable. Por ahora. Miró a Lucía con una mirada tan fría que mandó un escalofrío por todo su cuerpo. Esa mirada significaba que esto no quería así. En algún momento cometería un error, no tendría la protección de sus amigos, y entonces se vengaría. No permitiría que nadie le dejase como a un tonto.

Francisco asintió con la cabeza, como diciendo que el asunto había quedado zanjado, y guió a las chicas fuera de la habitación, del casino, y del hotel. Las guió hasta el coche y se metió en él. Lucía miró a Alba, quien también estaba confusa, pero sacudió la cabeza y se metió en el coche.

Condujeron en silencio mientras el sol amenazaba con salir en el horizonte que dejaban atrás, parecía que estaban huyendo de él. Lucía estaba cansada de huir.

La casa de los Coleman apareció por fin, y Francisco aparcó cerca de donde habían recogido a la chica al principio de la noche. Apagó el motor y suspiró.

Debería bajarme, pensó Lucía. Todo ha acabado ya. Debería bajarme y dejarles estar.

Lucía se deslizó hacia la puerta, pero cuando tenía el pomo en la mano Francisco habló.

—Espero que comprendas lo que ha pasado esta noche.

Lucía paró en seco y miró al espejo retrovisor, donde encontró los ojos de Francisco escrutándola.

—Soy libre— dijo ella—. Gracias a ti.

—¿Nada más?

Lucía se humedeció los labios.

—¿Qué más hay?

Francisco se giró para mirarla directamente por encima del hombro.

—Obviamente no puedes volver ahí— dijo—. No importa lo que sientas, el furor del juego o las ganas de escapar. No puedes volver.

Lucía miró al suelo del coche. Estaba limpio, como si fuese nuevo.

—Lo sé.

El alivio que había sentido al ser liberada de su condena se había difuminado ya por la sensación de vacío que le producía la realización de no poder volver a la fuente de todas sus penas. Sabía que eso estaba mal. A lo mejor estoy enferma, pensó.

Pero, ante todo, sabía que debía hacer todo lo necesario para no volver a estar en la misma situación.

—Los Coleman llevan un tiempo hablando de llevarme a su casa de Inglaterra— dijo ella—. Puede que sea buena idea.

—Puede— dijo él.

Lucía asintió y cogió el pomo de la puerta, salió y antes de cerrarla, se giró hacia ellos.

—Gracias—dijo—, por ayudarme a pesar de todo. Gracias.

Cerró la puerta y se dirigió a la verja de su casa. Pero Alba salió del coche tras ella.

—¡Lucía!

La chica se giró para verse envuelta en un abrazo.

—¿Y esto?— dijo ella.

Alba se rió un poco.

—Ten cuidado, ¿vale?

Lucía asintió.

—Parece que Inglaterra va a ser tu Argentina—dijo Alba—. Una forma de escapar y tener otra oportunidad. No la dejes escapar.

Se sonrieron y fueron en diferentes direcciones: Alba fue con Francisco y condujeron de vuelta a Madrid, y Lucía entró a casa de los Coleman, donde les explicó todo, pidió disculpas y decidieron irse a Inglaterra juntos.

Las chicas del cable - LucíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora