Capítulo 8

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—¿Tu jefe? —repitió Alba sorprendida.

Lucía asintió.

—Menuda ironía, ¿verdad? —dijo ella —Estaba dispuesta a pagar a Beltrán para que no se lo dijese a mi jefe, y ahora que lo sabe mi jefe, tengo que pagarle a él para que no se lo diga a mis padres.

—¿Qué es lo peor que podría pasar si se enterasen? —preguntó Francisco confuso.

Él no entendía cuál era el problema. Entre pagar semejante suma de dinero o que sus padres se enfadaran, Francisco escogería la segunda opción sin dudarlo.

Lucía sacudió la cabeza. No podía hacer eso.

—Me echarían de casa —explicó ella —. Los Coleman me adoptaron prometiéndome una vida mejor, pero bajo la promesa de abandonar mi vida anterior.

Francisco frunció el ceño. ¿Su vida anterior?, pensó él.

—¿Cuál era esa vida? —preguntó.

Lucía miró a Alba, preguntándole con una mirada silenciosa si se lo podía contar a Francisco, si podía confiar en él. Alba asintió.

Lucía abrió la boca para contestar pero la cerró y miró al suelo. No sabía cómo explicarlo sin sonar como una criminal, aunque pocas posibilidades había de encontrar semejante forma. Su vida anterior no había sido fácil y había hecho lo que sea que fuese necesario para sobrevivir. Todo gracias a Victoria.

Alba vio que Lucía no era capaz de contarlo, así que levantó la cabeza y lo explicó ella.

—Victoria encontró a Lucía cuando tenía diez años —empezó Alba.

Lucía levantó la cabeza tan rápida como un látigo, pero los recuerdos la invadieron. Abrió los ojos como platos y se quedó petrificada. Se dio cuenta de que, efectivamente, no sería capaz de hablar de ello, al menos no todavía. Todavía estaba reciente. Todos esas puñaladas traicioneras que había recibido a lo largo de su vida estaban abiertas y sin curar. Y todavía estarían así durante un tiempo. El tiempo lo cura todo, pero no brilla por su rapidez.

Así que apartó la mirada y dejó que Alba continuase.

—Sus padres abusaban de ella —dijo Alba —, así que escapó. Victoria la acogió, le dio techo, comida, ropa.

Alba ancló sus ojos en la chica y se humedeció los labios. Eran demasiado jóvenes para haber sufrido como habían sufrido, pero lo habían pasado juntas y eso las uniría para siempre.

—Victoria no tardó en darse cuenta de que Lucía era hábil con las manos, llamó a un amigo para que le enseñase y Lucía aprendió muy rápido.

Francisco frunció el ceño esperando lo peor.

—¿Aprender el qué? —preguntó precavido.

—A robar —susurró Lucía sin levantar los ojos del suelo. Estaba avergonzada de ellos ahora. Durante más de cuatro años había sido una marioneta de Victoria y Don Luis, su profesor.

—Lucía conseguía más dinero en un día que cualquiera de las chicas de Victoria en una semana —añadió Alba sonriendo tristemente —. Tenía diez años.

No podía evitar estar algo orgullosa a pasar de la tragedia. Gracias al don de la chica esta había evitado trabajar en el local de Victoria, quien no habría tenido ningún reparo en arreglarlo todo para que la niña trabajase ahí.

Alba también había sabido esquivar aquella bala pues, aunque sí que había tenido que pasar sus días en aquel sótano, nunca había hecho nada que ella no quisiera. Y cuando Victoria veía que una chica era más que una simple oveja sumisa, siempre favorecía a esa chica, cultivando esa actitud y moldeándola a través de manipulaciones hasta que se parecía a ella. Pocas chicas tenían el favor de Victoria, Alba y Lucía eran dos de ellas, y Jimena había sido otra. De poco le sirvió ese favoritismo aquella noche. Parecía que cuándo Victoria se fijaba en ti, el diablo también lo hacía, y te seguía en tu camino poniéndote la zancadilla cada vez que podía.

—¿Y los Coleman? —dijo Francisco.

Lucía sonrío un poco.

—Albert y Eliza Coleman. Les intenté robar la cartera —dijo ella —, jamas he visto a alguien tan mayor correr tanto.

Francisco no puedo evitar la pequeña sonrisa que apareció en su rostro.

—Albert me alcanzó y estaba dispuesto a darme una paliza con su bastón. Utiliza bastón —Lucía se rió para sí —, es tan Inglés. Pero cuando se dio cuenta de que era una chica, no sé, algo cambió en su cara. Me llevaron a su casa y me dieron de comer, ropa y una cama; tal y como Victoria hizo una vez, pero ellos no esperaban nada a cambio. Me dijeron que ya no podía robar, que ya no lo necesitaba. Y no me he ido desde entonces.

—¿Te adoptaron, así, sin más? —dijo él confuso.

Lucía le miró durante unos segundos y finalmente sacudió un poco la cabeza.

—Tenían una hija —explicó ella —, murió de meningitis cuando tenía ocho años. Yo les recordaba a ella.

Francisco asintió comprendiendo y miró a Alba. Él también querría alguna forma de aferrarse a un pasado mejor. Los Coleman querían que su hija todavía estuviera viva, y él deseaba no haber perdido nunca a Alba. No podía evitar entender que sus razones, aunque egoístas, tenían sentido.

—¿Y de veras crees que te echarían de casa?— dijo él.

La joven asintió con miedo en sus ojos.

—No puedo volver a la calle —dijo decidida—, no puedo volver con Victoria y Don Luis. Ese camino solo acaba en la cárcel o en la tumba.

—Pero estabas dispuesta a robarme para evitarlo —le dijo él —. ¿No ves la hipocresía?

—Sí —dijo ella. Miró a Alba quien todavía estaba entre los dos, evitando que ninguno se acercase demasiado al otro, por miedo de lo que podría pasar.

—Pero tampoco veía otra opción —añadió Lucía.

Francisco se humedeció los labios y se paso la mano por el pelo. Se dio la vuelta y dio unos cuantos pasos pensativo. Aunque odiase admitirlo, había una parte de él que entendía la motivación de Lucía. Sus propias manos no estaban limpias, él también se las había ensuciado para conseguir un futuro mejor. Por otra parte, si hubiese alguna forma de conseguir ese ancla al pasado, como los Coleman habían hecho, Francisco quedaría destrozado si algo se lo quitase de las manos.

No sabía si en verdad los Coleman echarían a la joven, pero un trato es un trato y a lo mejor su propio orgullo jugaba en su contra y se veían obligados a hacerlo. Francisco odiaría si eso le pasase a él, que sus principios jugasen en contra de sus deseos, haría lo que fuera para evitarlo. Y sin embargo... La imagen de Alba pasó por su mente, pero la apartó con rapidez. Los Coleman no estaban al tanto de lo que estaba pasando, no tenían forma de evitarlo. Pero él sí. Podía ayudarles. Podía ayudar a Lucía.

Se giró frotándose la cara y observó en silencio a las dos chicas. Si podía cambiar el futuro de Lucía a lo mejor podía cambiar el de Alba. Olvidándose de su mejor amigo y pensando que no estaba siendo egoísta, sino generoso, se decidió.

Se metió las manos en los bolsillos de su pantalón y asintió un par de veces hacía ellas. Alba y Lucía compartieron una mirada expectantes.

—Vale —dijo finalmente Francisco —, esto es lo que vamos a hacer.

Las chicas del cable - LucíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora