Capítulo 1

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CAPÍTULO 1

Era un día nublado. Era ese tipo de día en los que uno no quiere hacer nada mas que recostarse y dormir. Era ese tipo de día que tanto me gustaban.

Quería recordar mis últimos momentos vacacionales en el parque. ¿Por qué mi madre nos había obligado a mudarnos? Vagué por los juegos del parque un rato, sin saber qué hacer. Mis piernas me dolían. En el momento en el que me senté en los viejos y oxidados columpios, pude oír mis piernas susurrar un cansado "gracias".
Oía las risas de dos niños jugando a evitar que un globo sin aire cayera al suelo.
La infancia. Añoraba esos días. Cuando apenas importaba lo que la gente pensara, cuando la inocencia era vida... Pensar en eso me traía recuerdos. Y los recuerdos me hacían llenar mis ojos de lágrimas. El sentimentalismo es un don con el que nací.
Recordaba a mi amigo, Alan. Aquel amigo con el que viví los primeros (y mejores) años de mi vida. La gente dice que los amigos son aquellos que conocen todas tus aventuras. Y bueno, en parte eso es verdad, aunque él no solo conocía mis aventuras. Él las había vivido conmigo.
Alan era un amigo incondicional. Siempre había estado ahí para mi. Incluso aquella vez en la que un perro me atacó en la calle. Él tenía un miedo profundo a los perros, y aún así, fue a mi lado para decirme que corriera porque si no, el perro nos comería vivos (¡gran ayuda de su parte!).
Los columpios en los que me encontraba tenían un nombre, que habíamos proporcionado él y yo. Azil y Nala, nuestros nombres al revéz. Habíamos vivido muchos momentos juntos.
Pero ahora rara vez lo veía. Su padre había conseguido un empleo que pagaba demasiado bien como para rechazarlo en otra ciudad, cuyo nombre apenas y recuerdo.
Entonces, la mudanza vino, acompañada de sus amigos distancia y separación.
Y después, mi madre dijo que nos mudábamos nosotros también. Lo extrañaba. Mucho. Era uno de los pocos amigos que tenía. Mi vida social era demasiado buena como para compartirla con el resto de la gente. O eso pensaba, para no sentirme triste.
Comencé a columpiarme, distraída, viendo a los niños reír. No me di cuenta de que las gotas comenzaban a caer del cielo.
-¡Liza!-gritó alguien, corriendo hacia mi-. ¡Liza!
Desperté de mi ensimismamiento y vi que era mi hermano, que por venir distraído no vio una raíz de árbol y tropezó, cayendo de bruces. Me reí a carcajadas.
-Menuda gracia.
-Hola-dije sin ganas.
-Vamos al hotel ya, engendro. Mamá dice que tienes que preparar tu maleta y cuando lleguemos a casa, las cosas para el colegio mañana.
-Diablos. El colegio. ¿Teníamos que mudarnos?
-Anda ya, cabeza de ano. Mamá nos está esperando.
Asentí y me levanté de Azil, mi columpio, y les sonreí a los dos, despidiéndome de ellos.
-Si no te conociera- dijo entonces mi hermano- y te viera sonriéndole a un par de viejos columpios, pensaría dos cosas: la primera es que probablemente eres una chica con un severo retraso que ningún otro humano tiene, o la segunda, que eres tan solitaria que tus amigos son los columpios. Me voy más por la primera.
-No me hace gracia, Will.
-¡No es un chiste! ¡Dime quién carajos le sonríe a un columpio!
Mi hermano. Siempre haciéndome sonreír. Incluso en los momentos malos. Era el mejor hermano del mundo. Siempre lo seguí como un estereotipo. Aunque nuestra madre prefería a Max, nuestro hermano mayor. No se ni porque lo hacía. Era un embarazo no deseado y aun así, acaparaba toda la visión de ella. Era su mas grande logro. Por eso, Will y yo nos llevábamos tan bien, ya que ninguno de los dos obtenía la atención de nuestra madre, nos la brindábamos el uno al otro.

Horas mas tarde nos dirigíamos a la nueva ciudad a donde nos habíamos mudado. La lluvia ya caía, y eso me ponía en un estdo confuso y bipolar, porque me gustaba que lloviera, pero al mismo tiempo me deprimía.
Max y mi madre iban en la parte delantera del automóvil, platicando en un tono de voz apenas audible. Will y yo íbamos en la parte trasera. Intenté prestar atención a lo que decían Max y mi madre, pero no oía las frases completas. Por lo que saqué mi iPod y me dispuse a escuchar mi canción favorita: Monster, de Imagine Dragons.
Will me miró y me sonrió.
-¿Cuándo aprenderás de la buena música?
-¿Cuándo aprenderás a cerrar tu hocico, animal?
Will rió. A él le gustaban otro tipo de géneros musicales más pesados y siempre criticaba que escuchara cosas tan alivianadas.
Después de un rato, el automóvil se detuvo frente a una tienda de bocadillos en medio de la nada.
-¿Tienen hambre, chicos? -preguntó mi madre.
-Mucha -contestó Will.
-Tu siempre tienes hambre -rió Max. Sin embargo, nadie le hizo caso a su comentario.
-¿Y tú, Liza?
-No, gracias, pero me quiero bajar a estirar las piernas- contesté.
Me bajé del coche y lo rodeé, para alcanzar a Will, que ya estaba en la puerta del local.
Will empezó a tomar un montón de bolsas con frituras, panquecillos y otro tipo de alimentos chatarra. Cuando hubo terminado, se acercó a un curioso mostrador rojo, donde un señor de edad avanzada nos miraba con una sonrisa en el rostro.
-Buenas -dijo Will.
-Buenas -contestó el hombre, sonriendo. Luego, con una expresión de asombro al ver todo lo que quería comprar Will, nos preguntó-: ¿Todo esto es para ustedes, chicos?
-No, es todo para él. Tiene una pierna hueca, y sirve como drenaje para la comida, así que siempre tiene hambre -contesté, y el hombre rió a carcajadas.
-¡Ned!-gritó entonces-. ¿Cuánto vale esto?
-¿Esto qué? -contestó una voz masculina al fondo-. ¿Te das cuenta de que no estoy ahí, verdad? ¡No puedo ver que carajos estás vendiendo!
-¡Las donas, muchacho indecente!
-¿De qué marca?
-¡No traigo mis lentes, puberto terco!
-¿Y es mi problema? -se escuchó un suspiro y luego pasos-. Voy para allá.
-Perdonen, mi nieto es un poco majadero- dijo el hombre, mirándonos.
-Majadero tienes el culo -dijo el nieto, haciendo acto de presencia. Me miró y yo a él. Era increíblemente guapo, alto y musculoso. Tenía los rasgos faciales afilados, y unos ojos profundamente verdes, en los que podías perderte si los mirabas mucho tiempo. Me sonrió. Sentí que me ponía como un tomate. Su sonrisa era encantadoramente perfecta-. Ahora... ¿De qué malditas donas hablas?
-De éstas- contestó el anciano, mostrándole la bolsa de donas. El chico me volvió a mirar, y sentí que el mundo se detenía, que el universo se ponía en orden para hacer que el tiempo parara sólo por unos segundos para hacer ese instante perfecto. No me dí cuenta de que Will ya había pagado y todo, y me esperaba en la entrada del local.
Cuando desperté del trance me volví y miré a mi hermano, que sonreía. Me volví a poner tan roja como la sangre.
-Nos vemos- me despedí.
-¡Hasta luego!- respondió el muchacho.
-¿A quién le hablas?- le preguntó el abuelo.
-A la muchacha.
-¿A la muchacha? ¿A caso ha dicho algo?
-Perdona, abuelo, se me olvida que si no traes lentes, no oyes.
Me reí, y salí del local con Will, que ya había abierto una bolsa de frituras y había comenzado a comer.

Ese día conocí a un muchacho, aquél que haría rebotar su nombre en mi cabeza muchísimas veces.

Segundos del MinutoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora