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La ciudad olía a contaminación, humedad y mar; a neumáticos gastados, tráfico y gente. Así era Hong Kong, plagada de conversaciones de negocios en restaurantes caros y rostros de asombro en Queen's Road, ruido ensordecedor y un sol tímido que intentaba traspasar la nube de humo que cubría constantemente el cielo. Adolescentes, ancianos, niños y animales callejeros poblaban la ciudad; los puestos de comida y quioscos, las aceras; taxis y autobuses, las calles. Era toda una selva de asfalto y cemento, edificios que se alzaban piso sobre piso queriendo alcanzar el cielo, sus fachadas adornadas de cristal. Edificios que caracterizaban la zona de Central, el corazón financiero, político y comercial de Hong Kong, siendo el International Finance Centre la aguja más alta de esa zona. A sus pies, se situaban los muelles de ferris, que unían las islas y movían a centenares de personas día a día.

Treinta pisos por encima del suelo, en uno de esos edificios emblemáticos de cristal, sonaban los teléfonos móviles, las impresoras que escupían formularios, las manos que tecleaban con premura. Contratos que se planteaban, plumas que se deslizaban sobre el papel, el aroma amargo del sexto café cargado de la mañana en el aire y las despedidas con una sonrisa. Las puertas de los ascensores se abrían y se cerraban a cada minuto, mientras que los zapatos taconeaban sobre el suelo enmoquetado, haciendo de las oficinas de Wu Insurance, un hervidero de gente trajeada.

Organizada en cubículos y pequeños despachos, la empresa era observada desde el despacho principal. Dentro de él, Wu Yifan repasaba el balance del semestre en su portátil. Sus ojos recorrían las líneas de texto, a la vez que un dedo movía la rueda del ratón a medida que leía e interpretaba gráficos y estadísticas. De vez en cuando, apuntaba en una pequeña libreta algún dato destacable, preguntas a hacer o planteamientos que se le cruzaban por la mente y que expondría en la reunión de la tarde. Una vez terminado, cerró el documento y sus dedos teclearon un email rápido. Reunión a las tres, cena con clientes a las diez, repasó en el planning del día. Miró el reloj de muñeca. Doce y diez de la mañana de un viernes, la aguja del segundero, una muestra del tiempo que transcurría y que Yifan medía continuamente.

De rostro serio pero joven, a sus veintitrés años, Yifan se encargaba de co-dirigir la empresa de su padre. Tras haber vivido prácticamente toda su vida en Canadá, había vuelto finalmente a China a petición de su progenitor, que quería que experimentase por fin el mundo de los negocios y llevase con mano firme la subsidiaria principal de la empresa. Trabaja duro y la vida te recompensará, solía decirle siempre, sentado tras su mesa del despacho de casa o en las pocas llamadas que le hacía. Había crecido con ese consejo marcado en la piel, a pesar de que lo había convertido, según su madre, en una persona fría en apariencia y un tanto distante. Pero creía en las palabras de su padre y con ellas dirigía su vida. Razón principal por la que había aceptado el cargo sin dudar y estaba sentado en aquel sillón, vestido con traje y corbata negra a juego con una camisa blanca mientras el calor del verano de Hong Kong, notable en la oficina a pesar del aire acondicionado, le hacía sudar bajo él.

Su móvil empezó a sonar de repente al mismo tiempo que Yifan bajaba la tapa del portátil. Lo vio encima de la mesa, deslizándose poco a poco por la vibración, con la pantalla iluminada y un aviso de llamada entrante en ella. La foto de su asistente personal, Kim Jongdae, aparecía como contacto.

—Dime, Jongdae —respondió.

Kim Jongdae, de sonrisa agradable, correcto y educado. Dos años menor que él, pero propuesto por su padre para que le ayudara en la empresa con la organización y la agenda desde su llegada a Hong Kong hace año y medio. En un principio, no le había agradado la idea de tener un asistente, pero había resultado ser una compañía agradable ante tanto papeleo, cenas y reuniones con clientes.

Recordaba perfectamente el primer día que le conoció. Cómo se presentó con una inclinación y una tímida sonrisa, y él, mirándole y preguntándose si aquello era necesario. Pero Jongdae, a pesar de su juventud, conocía perfectamente la mecánica de la empresa y eso había sido de gran ayuda para él cuando se encontró llevando las riendas de la compañía. No hablaban mucho, lo justo, pero podía contar con él para cualquier imprevisto o cambio de planes. Era como su segundo cerebro en cierto modo, aunque nunca admitiría tal cosa delante del joven. De Corea del Sur, Jongdae hablaba el mandarín con el acento coreano colándose entre las sílabas. Hacía de las reuniones con los clientes, encuentros con el tinte justo de seriedad y relajación al mismo tiempo, lo cual se agradecía. Otras veces, cuando la situación se volvía tensa, tenía el don de decir las palabras adecuadas para calmar la insistencia o la poca disposición del cliente, proponer un descanso o una solución alternativa para formalizar un contrato. Por otra parte, solía entablar conversación con uno de los trabajadores, Kim Minseok, seguramente porque ambos eran del mismo país. A veces, cuando pasaba al lado de ellos, podía oírles hablar en su idioma nativo hasta que las palabras se desvanecían al verle y se inclinaban para saludarle.

[kray] Like a Typhoon in Mid-SummerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora