III

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Viena, año 1788.

Salieri estaba nervioso, ansioso y muchos adjetivos sinónimos más. Se encontraba en la residencia del arzobispo de Salzburgo. Había viajado hasta allí para conocer a Mozart, ya que daría un concierto.

Ahora recorría el salón, observando detenidamente a cada hombre presente, y se propuso un acertijo a sí mismo: ¿cuál de aquellos sería Mozart? El famoso compositor había escrito su primer concierto a los cuatro años, su primera sinfonía a los siete, y su primera ópera, nada más y nadas menos que a los doce. ¡Se le tendría que notar! Antonio se lo imaginó: un hombre alto, serio, esbelto, con elegancia y glamour. Y, por supuesto, con educación. ¡El talento estaría escrito en su rostro!

Pero ninguno de aquellos hombres monótonos que charlaban educadamente en el salón de concierto llamó la atención del compositor italiano.

De pronto, algo despistó completamente a Salieri, situándolo lejos de resolver su complejo acertijo. Los dulces. Vio cómo varios sirvientes portaban exquisitos manjares en grandes bandejas, por lo que se acercó rápidamente, siguiéndolos. Finalmente, los sirvientes llegaron a su destino. Abrieron una gran puerta de roble, depositaron los dulces en las mesas de aquel aposento y se marcharon, cerrando la puerta tras de sí.

Antonio simuló observar el caro techo del palacio, esperando a que aquellos sirvientes desaparecieran definitivamente. Cuando esto ocurrió, abrió cuidadosa y silenciosamente la puerta y entró. Rió al ver los manjares; se acercó a ellos, cogió uno y lo acercó a su boca.

Pero antes de poder saborear la delicia, una hermosa mujer salió de la habitación de al lado, chillando alocadamente. Salieri reaccionó y se escondió tras la mesa y los manjares, sin dejar de observar la escena.

La mujer se agachó, aún gritando y riendo, y se metió bajo otra mesa que había en la habitación.

Un silencio sepulcral se instaló en el lugar.

La puerta de la habitación de al lado se volvió a abrir, y apareció esta vez un hombre. Un hombre que llamó su atención instantáneamente. No era muy alto, llevaba una peluca blanca con un lazo en ella y vestía de una manera muy particular... No tenía un cuerpazo, pero a Antonio le resultó atractivo... Un momento... ¿Desde cuándo él opinaba sobre la belleza masculina? Olvidó aquellos pensamientos, debía haber dormido mal o algo...

El hombre comenzó a caminar a paso lento y silencioso hacia la mesa donde se escondía la mujer. Repentinamente, se agachó, descubriendo a la dama, y ambos pegando grandes gritos.

-¡Te pillé!-el hombre atrapó a la muchacha, que trataba de escapar- ¡Te tengo, te tengo!

La mujer comenzó a convulsionarse y resistirse a los brazos del hombre.

-¡NO! ¡Suéltame! ¡Déjame! ¡DÉJAME!

El hombre reaccionó ante tal chillido y la soltó.

-Está bien, te dejo, te dejo-la miró, algo preocupado, para después sonreír-. Pero ponte a la altura de las circunstancias. Aquí, todo es al revés. La gente canta hacia atrás, baila hacia atrás, incluso habla hacia atrás.

La mujer lo observó como si se le hubiera ido la pinza, exactamente lo mismo que pensó Antonio.

-Qué estúpido-dijo, volviendo a reír.

-¿Por qué?-replicó él, al contrario, muy serio- Hasta pedorrean al revés.

La mujer rió e hizo amago de levantarse y marcharse de allí, pero el señor la detuvo.

-Aterrodep-le dijo.

La muchacha lo miró sin comprender, por lo que repitió:

-Aterrodep. Dilo al revés, tontina.

-Pie, e, de, eid, ped...

Por un brevísimo instante hubo un silencio.

-Pedorreta-concluyó la dama.

Comenzó a golpear al hombre mientras éste reía a mandíbula batiente. Y así comenzó un juego sin fin de palabras al revés, llevando a temas o frases cada vez más profundos. Salieri se aburría, sólo deseaba que aquellos intrusos terminaran con ese juego infantil y abandonaran la habitación para poder degustar los dulces solo y en paz.

El juego acabó cuando el hombre terminó por declararse y pedir matrimonio a la muchacha. A Antonio le sorprendió lo romántico que resultaba aquel hombre, otro punto que le atrajo notablemente y que le asaltó desprevenido en su cabeza.

Una suave música comenzó a apreciarse, probablemente proveniente del salón. El concierto debía haber empezado.

Al escuchar la melodía, el hombrecillo se levantó rápidamente con expresión aterrorizada y los ojos como platos.

-Mi música.

¿Qué? ¿SU música? ¿Había escuchado bien?

-Han empezado sin mí.

Entonces Antonio cayó en la cuenta de que aquel hombrecillo, pequeño, infantil, revoltoso y... no, atractivo no -no debía permitirse aquel pensamiento-, era, nada más y nada menos, que Wolfgang Amadeus Mozart.

El hombrecillo salió corriendo de la habitación. La mujer lo siguió detrás. Antonio se levantó, saliendo de su escondrijo, y se dirigió al salón lentamente. ¡No podía creerlo! ¡Había presenciado a Mozart, su gran ídolo desde que fue un niño!

Al llegar a la sala grande, abarrotada de un conmocionado público por la música, contempló a Mozart dirigiendo una pequeña orquesta de cámara. La melodía en seguida lo sobrecogió entero, y Antonio experimentó por primera vez en su vida una sensación de perfección moral, de plenitud, de que no existía nada más bonito en aquel momento que Mozart y su música.

Pero eso tuvo que acabar, y en un abrir y cerrar de ojos, el público aplaudía con destacable euforia. Pronto, Mozart abandonó la sala, seguido de un gran número de admiradores y admiradoras, por lo que la sala quedó despejada.

Antonio aprovechó a acercarse tímidamente a los atriles donde permanecían las partituras de los músicos, quienes también habían abandonado el salón. Observó detenidamente las notas. Vaya, sobre el papel, aquella música angelical no parecía nada. Un comienzo simple, casi cómico. Una cadencia, fagots, clarinetes... Igual que una caja de ruidos. Luego, de repente, imponiéndose, un oboe. Una sola nota mantenida en el aire, hasta que el clarinete tomaba el relevo. La dulcificaba y la convertía en una frase deliciosa. Salieri pensó que aquello no lo había escrito un simple mono amaestrado; era una música que él no había oído antes. Lo llenaba de anhelo, de un insaciable anhelo que recorría todo su ser. Le pareció oír con ella la voz de Dios...

...hasta que alguien interrumpió aquello.

-Perdonad.

La persona agarró bruscamente la partitura, arrebatándola del lugar, y se marchó a paso rápido sin mediar más palabra. Antonio dio media vuelta, asustado y confundido a la vez por lo que acababa de experimentar. Se percató de que la persona que lo había interrumpido era Mozart, quien ahora se dirigía hacia la salida del salón con el ceño fruncido.

Se quedó allí, de pie, siguiéndolo con la mirada hasta que desapareció, pensando que aquel día, su vida había cambiado por completo.

AMADEUS (Mozart & Salieri)- [PAUSADA]Where stories live. Discover now