Te espero

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Hola, Felipe:

El río me calma. Me acaricia, me acobija. Debe ser que nunca se agota, o su cadencia en el sonido. O su frescura. ¿Sabés algo? El río me gusta y me asusta a la vez. Me devuelve a la vida, incluso en mi muerte. Me limpia y me expía. Es gracioso, “expiar” suena igual que a “espiar”. Como el río, que además de purgarme, me mira. Me sentencia, me observa, de cerca y de lejos. Me recorre, me besa y me lastima. Así es el río. Revuelto y amoroso. Como vos, Felipe. Pacífico y sufriente. Como Luciano. Avasallante y encantador. Como Ingrid. Necesario. Como cada uno de mis hijos. Los muertos, los no nacidos y los criados. El que el río se llevó, la que se va conmigo y, mis chiquitos, los que me mirarán en el reflejo del río. Nací cerca del rio, luego me fui, pero me volviste a llevar. A veces pienso que regresé al río para morir. Como si de algún modo, mi muerte, supiera mi pacto con el río. La muerte sabe, incluso, más que la vida. No se priva de nada. Es abrupta y definitoria. Del mismo modo que el amor. Ya te lo dije alguna vez. El amor duele y deja huellas aún más imborrables que la muerte. Mis marcas están en vos, y las tuyas en mí. ¿Oís, mi amor? Es la cascadita del río. Sonrío al escucharla. Estoy tranquila. Soy yo, Eugenia. Tengo 40 años. Y estoy muerta. Aunque parezca incoherente, me siento libre. Quizá por primera vez. Dicen que el amor nos hace libres. Es cierto, aunque también nos hace dependientes y ansiosos. Nos hace suyos. De aquél a quien amamos. De mí, hacia vos.

Vení conmigo, Felipe. Te necesito acá, al ladito mío. Sólo vos y yo. ¿Te acordás? Vení, dale. Por nuestro amor. Por ese amor que es intranquilo, impaciente, mojado y turbio. Por ese amor que nos deja huellas, vida y muerte. Por ese amor que es lindo, tierno y real. Un amor que es sólo nuestro.

Somos ese amor, Felipe.

Somos el río

Amar después de amar Donde viven las historias. Descúbrelo ahora