Capítulo 8

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Varios días después, Thranduil estaba de pie en el balcón de su habitación. En las manos tenía la carta que le había enviado Legolas con el comandante Jaden. Éste se la había dado al llegar de Rivendel y Thranduil la había leído una y otra vez, echando ya de menos a su hijo.

Yo también te quiero, decía el mensaje. Y eso era todo, pero Thranduil no necesitaba nada más para saber que no vería a su hijo en mucho tiempo.

Legolas también le había enviado un mechón de su cabello. Thranduil se lo acercó al rostro e inhaló el olor de su hijo, rezando para que no se desvaneciera con el tiempo. Mirando al cielo, vio que el sol estaba a punto de ponerse, llenando todo de cálidos colores.

"Oh, gran sol –susurró Thranduil, mirando hacia él-. Ilumina el camino de mi hijo y dile a las estrellas que lo guíen durante la noche. Dale calidez y sé su espíritu. Mientras brilles no se rendirá, así que quédate siempre con él. Quédate con él."

Esa era la oración desesperada de un padre para que su hijo volviera a salvo de su viaje y el sol se ocultó en el horizonte.

Casi inmediatamente, miles de pequeñas estrellas llenaron el cielo, brillando como centinelas.

Casi inmediatamente, miles de pequeñas estrellas llenaron el cielo, brillando como centinelas

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"¡Oh! ¡Las estrellas! –exclamó Pippin de repente, uno de los hobbits-. ¡Qué bonitas!"

"Sí. ¡Cuántas hay! ¡Son como diamantes!" –añadió Merry, otro de los medianos.

Legolas miró a los hobbits y sonrió. Esos dos animaban a la comunidad desde que habían salido de Rivendel. No dejaban de decir bromas y se las habían arreglado para animar hasta al malhumorado Aragorn. Ni siquiera se detenían a pesar de que les costaba bastante seguir el ritmo.

Al anochecer, la compañía se detuvo para montar el campamento. Aragorn y Boromir habían encendido una hoguera para evitar el frío nocturno. Los hobbits ya se habían acostado en sus mantas, somnolientos, y Gandalf estaba sentado en una roca cercana, fumando su pipa, pensativo.

Legolas tenía la primera guardia con Gimli, para alivio del enano.

"¡No soporto a Boromir! –le había dicho al elfo cuando habían decidido los turnos-. ¡Me alegro de que no sea él mi compañero!"

Boromir llevaba todo el viaje mirando fijamente al enano y Gimli había hecho lo mismo con él como represalia. Legolas temía lo que podría pasar si se quedaban solos. Probablemente se molerán a golpes, pensó.

Y entonces el príncipe miró a Aragorn. El montaraz desenfundó la espada, la que una vez fue Anduril y había cortado el dedo de Sauron. La hoja brillaba bajo la luz de la luna mientras el hombre la afilaba. Aragorn no podía dejar de mirarla desde que la volvieron a forjar los expertos herreros de Rivendel. Tener la espada en la comunidad también era un símbolo, pues ya había vencido a Sauron una vez y volvería a hacerlo.

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