✐ C A T O R C E ✉

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Querida tú:

La confusión es el mejor atizador del pánico y lo aprendí a las malas.

Tu madre simplemente me cerró la puerta en la cara una tarde en que fui a visitarte; no me dijo nada, solo me vio y cuando la saludé, pff, me echó. Me alejé unos pasos de tu casa, arrugando la frente y preguntándome muchas cosas pero para ella no fue suficiente el cerrarme la puerta porque salió por la ventana y llamó mi atención.

Giré a mirarla y me dijo con palabras impropias de una dama que me iría al infierno, que los de mi especie éramos una plaga y que me alejara para siempre de su familia, de su hija.

La conclusión era muy obvia: había descubierto lo nuestro, o al menos se había enterado de que yo era lesbiana y temía el que yo tuviera amistad contigo. La incertidumbre de no saber nada más me mantuvo con los nervios de punta varias horas. Le conté a mi mamá y ella me pidió calma, paciencia y tiempo, cosas de las que sentía que carecía porque ese día tu llamada no llegó y las mías no las recibiste.

Lo primero que quise pensar era que en pro de evitarte problemas, le juraste a tu madre no verme más —esto en el hipotético caso de que el problema fuera exclusivamente por el conocimiento de que yo sentía atracción por las mujeres— pero que me seguías amando y que ya buscarías la manera de contactarme.

Imaginé que necesitabas unos días para que tu madre dejara pasar el tema como algo sin importancia o para que ella estuviera segura de que no tenías más contacto conmigo. Esperé sacando paciencia de donde no la tenía. Te imaginé pensando en mí y preguntándote si yo pensaba en ti; obvio que sí lo hacía.

Imaginé y esperé. Imaginé más y esperé más.

Seis largos días de no saber nada de ti, seis días en los que revisaba con obsesión mi teléfono esperando una señal de tu parte, algo que nunca llegó... hasta el séptimo día.

Tu nombre alumbró en mi pantalla y el corazón se me aceleró tanto como cuando te besé la primera vez. El alma se me elevó llena de gloria pero al leer el mensaje, cayó más abajo del subsuelo. Fueron diecisiete palabras que me dejaron en blanco:

«Lamento haberte ilusionado. Lo nuestro siempre estuvo mal. Te pido que te alejes y espero puedas perdonarme».

Quise creer que era una mentira, debía serlo; no podía ser verdad. Devolví el mensaje con muchos más pidiendo explicación o cualquier otra palabra pero nada más fue respondido.

Si fueras otra persona no sería difícil asumir que mandarme a volar así no más era algo normal, pero no tú, Gaby, no tú, no la chica que una semana atrás me miraba con devoción, me besaba con dulzura y me enamoraba con cada acorde de su guitarra.

Era ilógico, ni siquiera habíamos discutido por nada.

El amor puede nacer con una mirada pero es imposible que se muera con un suspiro.

Pasé por tu colegio a la salida dos días seguidos esperando verte, esperando escuchar de tus labios que era cierto; solo así lo creería. No te encontré, no supe en ese entonces si me estabas evitando o si no estabas yendo a estudiar.

No tenía a quién preguntarle, no tenía a dónde llamarte.

Me desesperé y me atreví a ir a tu casa pero tu madre me insultó de nuevo aún cuando le juré que solo quería saber si estabas bien; no me quiso decir que sí, solo estaba empeñada en sacarme del radio alrededor de su casa. Sin embargo cuando iba caminando de vuelta miré la estructura de dos pisos y mentalicé cuál era tu habitación, hallé con la mirada la ventana y me dispuse a ir esa noche a visitarte, así fuera solo para que me dijeras que no querías saber nada de mí.

Con la ayuda de un árbol y la complicidad de la noche, fui a escalar hasta tu ventana. Miré primero de reojo para asegurarme de que no había luces encendidas o gente despierta, aguardé un poco y al sentir solo calma del otro lado, subí y toqué tu ventana con los nudillos.

Me preparé mentalmente para que terminaras conmigo pero decidida a saber que era una decisión tuya y no de tu madre. Tuve que tocar el cristal varias veces hasta que con lentitud y cautela, corriste un poco la cortina, solo lo suficiente para ver si alguien estaba ahí o si solo lo imaginabas.

El cambio que hubo en tu mirada al reconocerme me presagió cosas buenas; no estabas enojada de verme. Me abriste pronto la ventana y me ayudaste a entrar, no sin antes poner un dedo sobre tus labios, exigiendo total silencio.

Una vez adentro, me abrazaste con tanta fuerza que los sollozos quedaron en medio. Lloraste pegada a mí y luego me besaste con urgencia, como si me hubieras dado por desaparecida y de repente me encontraras tras un largo suplicio.

Lo supe: que amabas aún.

Mi alma dio un respiro y te devolví cada caricia con más ansias de no separarme nunca. Ni nuestro primer beso, ni nuestra primera vez, ni nuestro primer «te amo», puede compararse con lo sublime de ese reencuentro.

Lloramos. Reímos. Nos besamos más. Todo en el mayor silencio posible, en nuestra burbuja ajena a la realidad donde solo cabía el amor que nos compartíamos.

Luego llegó la parte desagradable: explicar la situación, el dolor, la ausencia.

Dijiste primero que me extrañabas como nadie más, luego confesaste que tu teléfono lo había tomado tu madre, que había enviado ese mensaje en tu presencia y luego se lo había llevado, dejándote incomunicada.

Me confesaste que descubrió tu diario, que ella sabía lo nuestro y que lo había tomado de la peor manera, que te había aislado y que te llevaba a la iglesia para buscar purificarte y sacarme de tu mente y de tu corazón.

Me angustió muchísimo cada palabra dicha pero más me podía la alegría de tenerle al lado. Estuvimos dos horas a oscuras, resguardándonos en las sombras y siendo cómplices con la luna.

Sin embargo hubo un momento en que mi alegría tuvo que dar espera porque solo había espacio para la angustia; fue un segundo en que prendiste la lámpara para buscar un libro que querías que yo te leyera, fue un efímero momento en que la luz de la calle iluminó tu espalda descubierta y pude notar tus moretones.

Te habían golpeado.

Mis ojos se humedecieron imaginando tu dolor, me sobrecogí en mi lugar y jadeé, sufriendo por ti; odié a tus padres por haberlo hecho, odié al mundo por juzgarnos, me odié a mi misma por amarte y haberlo ocasionado.

Pregunté con la voz entrecortada, llena de miedo, pero preferiste evadirlo, le restaste importancia pese a que pude ver el quiebre en tu mirada al mencionarlo. Te alejaste de la luz adrede y susurraste un nada convincente «estoy bien, eso no es nada».

El alma se me partió en dos porque nada estaba bien aunque dijeras lo contrario. Me rogaste dejar el tema de lado y te hice caso porque no quería verte llorar más; te leí tus pasajes favoritos del libro, los que me indicaste y eso pareció darte cierta paz, un poco de dicha de la que evidentemente habías carecido esos días.

A mí no me tranquilizó nada, sin embargo, porque seguía consciente de lo que pasaba.

No supe qué hacer y esa impotencia era más dolorosa que la misma realidad.

Lo lamento tanto, Gaby, lamento no haber hecho más.

¿Podrás perdonarme?

¿Podrás perdonarme?

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Sarang •TERMINADA•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora