Capítulo 2.

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El resto del día se pasó volando. Mi repentina vergüenza ante la clase de Literatura hizo que mi estómago empezara a gruñir por los nervios y el hambre, por lo cual quisé que la mañana de escuela acabara pronto.
Todos los días eran la misma agotante rutina: ir a la escuela, volver a casa, comer mil cosas y luego recostarme en la cama, para así deslizarme lentamente en mi mundo de felicidad. Por felicidad me refiero a las lecturas en las que suelo enfrascarme mientras aprovecho que mamá trabaja. Cuando llega, debo fingir que estoy dormida, ya que no me agrada platicar sobre el típico “¿Cómo estuvo tu día?”; está de más ahora. Sólo no quiero
causarle más problemas contándole sobre mis poco interesantes hazañas en aquel infierno con fachada de centro estudiantil.

Mientras camino a casa, siento como mis piernas empiezan a reclamar un descanso. La mañana no ha sido fácil, por lo cual me debo un resto de día relajante.

Suspirando, incrusto la llave en la cerradura y abro, encontrándome con mi hogar igual que siempre: solitario.
Cuando nací, mi padre nos abandonó a mi y a mamá. Ella se quedó sin muchas opciones, por lo cual no tuve una crianza normal. La mayoría del tiempo la pase en manos de niñeras despreocupadas e infantiles, las cuales lo único que buscaban era el dinero precario de mi madre. Su ausencia caló hondo en mi vida, creando un desprecio por ella difícil de reparar. La mayoría de los psicólogos sugieren que mi problema de peso se debe a la ausencia de una figura materna en la infancia, pero yo digo que se debe a que ese fue mi refugio cuando las cosas se pusieron mal. Comer hace que no piense, que no hable, que no sienta. Luego, vienen las consecuencias.

Mi primera parada es la cocina. Mientras abro la nevera, pienso en lo que haré después de comer; pero entonces, cuando estoy a punto de devorar una rebanada de pastel, escucho el taconeo típico de los zapatos de mi madre sobre el mármol en la entrada.

—¿Robin? ¿Ya llegaste?— Grita en el recibidor, mientras me apresuro en devolver el apetitoso pastel a la nevera. Gracias madre, acabas de arruinar una tarde perfecta con tu tediosa presencia.

—Sí, aquí estoy.— Dije, mientras me recostaba en la puerta de la nevera con fingida inocencia.

Ella entró en la cocina, mirándome despectivamente.— ¿Qué hacías?

Oh no, aquí viene el interrogatorio.

—Nada, acabé de llegar.— Dije restándole importancia al asunto.

Ella vuelve a mirarme de pies a cabeza, no muy contenta con mi respuesta—. Bueno..., ve arriba, arréglate y ponte algo bonito, saldremos esta noche.

No me lo creí. Usualmente, mamá acostumbra salir sin mí, ya que teme que mi amargura y caras fruncidas la hagan quedar mal con sus amistades. Otro de mis miles de defectos según ella.

—¿Qué? Creí que no te gustaba que te vieran conmigo.— Le dije.

—Pues hoy es diferente. Uno de mis amigos de la universidad se ha mudado por aquí cerca. Su hijo es de tu edad, cree que pueden conocerse y charlar, así que ve arriba y vístete, debemos estar allí dentro de poco.— Dijo mientras giraba su muñeca huesuda para mirar el reloj.

Bufando, pasé por su lado para subir a la habitación. Antes de tocar el primer escalón, ella volvió a hablar.

—Ah, y Robin...— Me llamó. Cuando volteé, enarqué una ceja, preparándome psicológicamente para la burrada que iba a soltar—. El color negro adelgaza, cariño. Usa algo de eso color, ya sabes, para...— No hizo falta que completara la oración, ya tenía idea de lo que diría. A veces, los padres nos pueden herir sin tan siquiera notarlo. Ésta es una de esas incómodas situaciones.

Fattie © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora