Capítulo veintiséis

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Capítulo 26

Observo la carretera sin ver nada en específico y pienso en un millar de cosas sin sentido, que tienen un nombre y apellido en común: Gabriel Monserrate. ¿Cómo me ocultó una de las cosas más importantes en su vida? Un hijo. Una esposa. Una familia.



Estúpido, arrogante, árabe traicionero y sexy... Me pego con la palma de la mano en la frente, lo siento, lo de sexy no se puede negar.



—Sinceramente, no sé si estás enamorada, loca o poseída por el diablo —murmura el castaño y esas palabras son como una maldita astilla en mi corazón.



¿Enamorada? No, no, no, no, no, no... O quizás sí, no, claro que no.



Demonios.



—Cállate Luciano —digo sin muchas ganas, con cansancio.



Que puedo decir, no tengo ánimos de nada... Es duro saber que eras la amante de un hombre casado y que hasta un hijo tiene... Aunque, si nunca paso nada intimo... ¿Soy su amante? Buena pregunta, más tarde lo busco en google.



Él chasquea la lengua y me lanza una mirada de reojo, de la cual huyo como mejor puedo; pegando la frente, cubierta por la tela de mi gorro, al cristal de la ventana que se empaña de inmediato por mi aliento tibio y el frío del cristal. En otros tiempos haría un corazón, ah, y en estos también, levanto la mano y con un dedo hago un desfigurado corazón.



Los minutos pasan tranquilos, fríos y callados mientras el diminuto intento de dibujo se desvanece. No me siento bien, pero tampoco me siento mal, solo siento algo que no sé cómo interpretar.



Santo cielo, sí hasta estoy pensando como un poeta, a ver si cuando llegue a casa me pongo a escribir un poema... Tal vez me vuelva famosa.



—Bianca, qué Gabriel siga casado es mi culpa... Sí yo fuera dicho la verdad ese día en el juzgado, él ya estuviera divorciado y con Lucas a su lado... —comenta con rostro neutro.



Dijo mi nombre al principio, se supone que ese comentario va dirigido a mí, pero no, esas palabras son por completo para él.



Lo ignoro. ¿Qué puedo decir? Nada. El que se merece un testamento lleno de vulgaridades en todos los idiomas posibles y una que otra bofetada, y a lo mejor una patada en la entrepierna, es Gabriel; Luciano no tiene culpa... O, bueno, creo que sí, una parte.



El auto se detiene poco a poco, en una pequeña casa de color azul, donde un enorme Santa Claus danzarín, nos da la bienvenida. Me giro a ver a Luciano, pero él ya tiene prácticamente un pie fuera del vehículo. Qué atorado. Me desabrocho el cinturón de seguridad lo más rápido posible y me bajo, pero claro, el nuevo flash ya esta tocando el timbre.



—Te gustaría esperarme. Gracias —mascullo colocando la mano en su hombro apenas estoy a su lado.


—De nada, pelirroja —contesta con una sonrisa que va desde ansiosa hasta sarcástica.


Convénceme ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora