Capítulo Cuatro

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Severus despertó con la cabeza dándole vueltas, sintiendo que alguien había dado una fiesta de zapateo en su cerebro.

Por un segundo, en su completa confusión mental, pensó que estaba de vuelta en su aburrida habitación en la aburrida casa de Lucius, la aburrida mansión Malfoy.

Ese pensamiento se evaporo tan rápido como había llegado en cuanto alguien atravesó su muslo con el pie, caminando a través de él sin siquiera notar que estaba allí.

Soltó una maldición. Seguía en ese estúpido sueño.

¿En qué clase de sueño la gente se dormía y volvía a despertarse? Porque Severus estaba seguro de que había estado en la inconciencia varias horas.

Aquello era cada vez más descabellado.

Se incorporó, sin siquiera sentir algo ante la gente que lo atravesaba. Al ponerse de pie descubrió que Potter estaba aprisionado en una camilla, con la mirada clavada en el techo mientras medimagos manipulaban su cuerpo con precisión y delicadeza. Una medimaga estaba a su lado y le hacia preguntantes, anotando sus repuestas en una libreta.

—¿Cuántas personas hay aquí, señor Potter?—cuestiono la mujer, atenta a la respuesta de Potter—.

Potter, por su parte, estaba aún menos feliz que Snape. Le había costado más de una semana que le dieran una habitación y lo sacaran de la sofocante enfermería, y allí estaba de nuevo, en la enfermería, rodeado de decenas de medimagos únicamente a su disposición.

—Podría contarlas, pero para eso necesitaría que dejen de meter manos cada parte de mi cuerpo, haciendo quien sabe que—contesto Harry con condescendencia—.

—Señor Potter, responda la pregunta por favor—pidió la medimaga, con más paciencia de la que Harry creía que tendría a estas alturas—.

—Vale. Mmm... creo que hay ciento veintitrés de personas en esta habitación—replico Potter, sintiendo el desagradable piquete de una inyección en el brazo derecho—.

Severus vio como la mujer apretaba las manos en torno a su libreta para soportar a Potter. Sin duda Snape nunca habría podido imaginar a un engendro de Potter tan insoportable... al menos, no insoportable en ese sentido. Lo que Severus hubiera imaginado de un hijo de James-idiota-Potter hubiera sido un cretino egocéntrico que no se tomaba nada en serio. Aquel Potter era cínico y sarcástico, pero ante nada, parecía... Severus no habría sabido decir si eso que llenaba el rostro del tal Potter era aburrimiento o tristeza.

—¿Recuerda que sucedió ayer?

—Para eso tendría que saber qué día es hoy. Quizá ayer le grite a una enfermera, o quizá ayer derrote al mago tenebroso más grande de todos los tiempos, todo depende de qué día sea hoy—contesto Potter, arrastrando las palabras. A estas alturas, Severus estaba seguro de que Potter quería desquiciar a la mujer apropósito—.

—Ayer acudió al despacho de la profesora McGonagall—le refresco la memoria la mujer—.

—Ah, sí. Hable con Dumbledore. Tenía margaritas en la barba—dijo de forma indiferente Potter, sin siquiera voltear a ver a la mujer—.

—Y vio algo.

—¿Vi algo? Pues sí, todos vemos muchas cosas a diario...

—Me refiero a algo que no estaba allí, señor Potter. La profesora McGonagall dijo que hasta interactuó con ese algo. Ella dijo que... lo golpeo.

El rostro de Potter se crispo ante el recordatorio.

—¿Se vio real? Genial. Ese será mi acto de circo—contesto Potter con el tono cargado de sarcasmo, aunque se notaba que estaba incómodo. Al parecer Potter y Snape tenían eso en común—.

Dos Pizcas de Confusión y Una de MuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora