Capítulo Uno

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Harry suspiro y se removió en su cama, buscando una posición dónde el cuerpo dejará de dolerle. Pronto dejo de intentarlo y volvió a tumbarse sobre su espalda, clavando la mirada en el techo.
Si sus cuentas no estaban mal, la enfermera llegaría en cuarenta y cinco minutos para darle sus medicamentos de media tarde y le daría un calmante para que por fin pudiera dormir. Mientras tanto, debía seguir soportando el dolor.
A lo lejos se escucharon gritos. Harry ni siquiera se inmuto. Luego de tres semanas tumbado en esa cama, los ruidos ya habían dejado de sobresaltarle, y eso que había muchos. Gemidos, gritos,  gimoteos, quejidos... era lógico, pensando que el pasillo entero estaba habitado por heridos de la guerra, en su mayoría alumnos de Hogwarts, aunque había de todo. San Mungo había dejado allí a cientos de personas, porque luego de una guerra sus instalaciones no daban abasto, aunque claro que se encargó de que hubiera personal capacitado y recursos suficientes para atender a todo el mundo.
Su pasillo en particular era para algunos de los heridos más graves que no habían sido trasladados a San Mungo. Él estaba allí porque era el niño que vivió y venció, y había sobreviví a un maleficio asesino... otra vez, y había vendido al mago más poderoso del mundo... otra vez. 
Harry podría levantarse e irse de quererlo. Ni siquiera el dolor que atormentaba su cuerpo podría detenerlo... pero no quería hacerlo.
Afuera le esperaba un mundo que quería entrevistarlo, agradecerle, idolatrarlo... no había nadie dispuesto a tratarlo como un igual, como a un adolescente normal. ¿Qué pasaría cuando pasara la euforia? ¿Quién sería Harry para el mundo? ¿Dónde podría encajar? Porque si ya no había un mago tenebroso que vencer ¿Qué esperaría la gente de él? Harry sentía, por primera vez en su vida, que no había un lugar para él en el mundo mágico.
—Señor Potter—la repentina voz femenina logro sobresaltarlo—. El doctor Smith dice que debería ir a caminar.
—No, gracias—murmuro el chico con voz ronco. No recordaba la última vez que había hablado. ¿En la mañana? ¿El día anterior?—.
La enfermera no se rindió.
—El doctor dice que es parte importante de su recuperación que comience a moverse, señor Potter—insistió amablemente la mujer—. Si pasa aún más tiempo en la cama será contraproducente…
—¡He dicho que no, gracias!—espeto el chico, molesto, incorporándose a medias en la cama—.
La enfermera se sobresaltó ante el exabrupto del chico y asintió repetidas veces ante de retirarse.
Harry suspiro. Debería pedirle disculpas luego.
Volvió a recostarse, sintiendo la queja de todos sus músculos y el dolor punzante, y clavo nuevamente la mirada en el techo.
Como odiaba a las enfermeras, y las estúpidas ordenes de los doctores, y absolutamente todo…
Por primera vez en su vida, Harry se permitió admitir a si mismo que odiaba estar vivo.
De repente hubo un gran estruendo en su habitación, como si alguien se hubiera tropezado y tirado algo al suelo.
Potter se incorporó de mera sorpresa, pensando que se encontraría con una enfermera.
En cambio, se encontró con un adolescente que aparentaba dieciocho o diecinueve años, quien había tirado la bandeja de su almuerzo (el cual no había tocado), y se sobaba la cabeza mientras maldecía entre dientes.
—¿Quién eres?—se escuchó preguntar Potter, preguntándose como aquel chico se había colado en su habitación sin que lo escuchara, y quien era—.
El desconocido adolecente levanto la cabeza para mirarle, al parecer tan sorprendido como Harry por saber que había alguien más en la habitación.
Tenía el cabello negro y lacio, sujetado en una coleta. Sus ojos eran de un negro tan oscuro que parecían el vacío mismo. Su piel era pálida como la nieve misma.
Harry supo quien era aun antes de que hablara.
—Mi nombre es Severus Snape.


Dos Pizcas de Confusión y Una de MuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora