Capítulo Once

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Severus pateo una piedra, enfurruñado. O al menos lo intento. Potter estaba casi a cien metros de él, cenando dentro de la madriguera, por lo que ni siquiera se sentía a él mismo.

Severus no había querido ir a la casa de los Weasley, pero la discusión al respecto no había durado mucho. Severus había dicho que no quería ir. Harry había dicho bueno. Una hora después había salido de Hogwarts y se había aparecido fuera de la casa de los Weasley, arrastrando a Severus con él.

Y a Potter no le basto con arrastrarlo a la casa de los Weasley, claro que no. En cuando una mujer robusta y pelirroja, que Severus supuso era la señora Weasley, le abrió la puerta, Potter paso y tuvo el descaró de cerrarle la puerta en la cara a Snape. Este, sin Potter a su lado, ni siquiera pudo tocar la puerta para intentar abrirla.

Ahora, media hora después, Severus intentaba infructuosamente patear cosas mientras maldecía a Potter, a sus antepasados y a todo aquel que lo conociera, lo que era realmente una lista larga.

No por primera vez Snape simplemente deseo estar nuevamente en su mullida cama de la mansión Malfoy, con Lucius tocando su puerta aun antes de que saliera el sol, sin dejarle dormir tranquilo.

Severus se sentó en el suelo y miro el cielo. Había una tormenta que parecía a punto de caer y arrasar con el mundo entero. "bueno" se consoló a sí mismo, "Por lo menos no me mojare".

Por lo menos tenía razón, pero claro que no le gusto ni pizca.

Cuando la lluvia comenzó a caer, Snape ni siquiera sintió como lo atravesaban, pero las vio traspasar su cuerpo como si no estuviera allí, cayendo en el suelo que rápidamente se volvía lodo.

Severus odiaba sentirse tan jodidamente irreal, sin poder tocar nada, como si su existencia no contara ni para los objetos.

Eso era lo que lo cautivaba de estar con Potter, el sentirse tan real luego de tanto. Potter era lo único real que tenía a la mano.

Se levantó de golpe, tan rápido como se había sentado, y se dirigió a la puerta con una idea maquiavélica en mente.

Como había supuesto Snape momento atrás, no solo no tocaba la perilla; tampoco la puerta. La atravesó sin problemas y se encontró de repente en un clima completamente diferente. La casa estaba llena de luces, voces y risas. Snape hasta pudo sentir una levísima en la piel.

Siguió el camino de las voces y se encontró con una mesa repleta de pelirrojos. Más altos y más bajos, más gordos y más flacos, más viejos y más jóvenes, hombres y mujeres, todos pelirrojos, menos una pequeña chica que era puros rulos y dientes.

Severus reconoció a Arthur Weasley. Estaba igual que en la escuela, solo que más calvo y gordo.

A Severus la imagen de aquella cena familiar se le hizo demasiado ajena. Las cenas familiares con los Snape no era nunca nada bueno, mucho menos las cenas familiares con los Prince. A estas alturas alguien ya habría lanzado la ensalada al suelo y se hubiera ido, furioso.

Por un momento se quedó observando aquella escena de felicidad que le parecía tan impersonal, hasta que uno de los pelirrojos (el que abrazaba a la de rulos como si la vida le fuera en ello) grito:

—Eh, Harry, ven de una vez o George se comerá tu pollo.

—Ya voy, Ron, dile a George que no toque el pollo del jodido salvador del mundo mágico—grito Potter en contestación. A Severus le sorprendió notar lo animada que sonaba su voz—.

—¡Salvador del mundo mis cojones!—dijo otro de los pelirrojos, riéndose—. Me comeré tu pollo igual, Potter.

—¡George, cuida tu boca!—le reto la que debía ser su madre—.

Dos Pizcas de Confusión y Una de MuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora