Capítulo 12

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Él, la sombra que me acompañó desde niña, la custodia de mi vida estuvo en sus manos. A él, mi leal siervo, le otorgué el poder de destrozar a mi enemigo, a nuestro enemigo. O permitir que con mi vida acabara.

...

Esa orden, fue suficiente para romper las cadenas de la bestia que enloquecía con desatar el caos. Las palabras emitidas por su amada señora, atravesó su cordura que dependía de un balance inestable. Él, por suerte se hallaba sumergido en el éxtasis que la guerra provocaba en su interior.

En un macabro momento, la sonrisa que se construyó en la comisura de sus labios, permitió mostrar el insano comportamiento salvaje anhelando actuar.

-Como usted ordene, mi ama. Sir Integra Fairbrook Wingates Hellsing. Eliminaré todo aquel individuo miserable que represente una molestia para su organización. No importa si se trata incluso de un crío o adulto. Poderoso o indigno de ser enemigo de Hellsing, mujer u hombre, será destruido por su mandato, mi señora.

Aseguró su deber, aún arrodillado ante la dama de hierro, quien contuvo las ganas de plantarse frente a Enrico Maxwell y, posterior a este acto, escupir en el semblante absorto del líder de Iscariote. Le haría pagar cada lágrima derramada por los inocentes londinenses, le daría el privilegio de ahogarse en sus propios gritos de suplica y dolor. Estaba decidida a aniquilar la miserable y patética existencia del hombre con ojos violeta.

Viró su vista hacia su contrario, el cual le desafió con una sedienta mirada que exigía destrucción a su persona, pues se instalaba la fascinación de los objetivos bélicos.

-Vamos, no esperes más, asquerosa protestante, y muéstrame tu venganza en su mayor potencia. Pon en alto el nombre de Londres, de Inglaterra, de su adorada reina y de sus habitantes exterminados sin compasión. Anda, deja que tu sirviente destroce mi cuerpo y alma, para que me reúna con el maravilloso dios, y me otorgue un lugar en su hogar por asesinar ratas como ustedes.

Integra negó con la cabeza, y una risa amarga y desdeñosa, brotó de sus labios.
Meditó aquellas palabras en su mente por unos instantes, segura de lo que a continuación argumentó.

-Ese sería un buen regalo benévolo para ti, Maxwell. Por lo tanto, no pienso complacerte de tal manera, no será Alucard quien coloque la basura en su lugar, sino yo. Seré yo quien haga justicia en el nombre de las personas ajenas a tu absurdo actuar. Yo seré el verdugo que no tenga lástima por ti en ningún momento.

*

-Disculpe, señorita. ¿A dónde nos dirigimos exactamente? Llevamos mucho tiempo recorriendo la ciudad y ya he comenzado a cansarme.

El pobre Steve, necesitaba recuperar el aire que se expulsó de sus pulmones, sin embargo, Eleonora insistió en que descansaría cuando toda esta masacre tuviera su fin. Le alentó a ser fuerte, que pensara en que su familia en el cielo deseaba ello, y que una vida por delante le esperaría al erradicar esa porquería de situación.

Los minutos se acumularon entre la agotadora caminata y el calor por el fuego impetuoso que se esparcía por la ciudad.
Transcurridos los minutos tortuosos que parecían eternos, en su campo de visión apareció la fortaleza Hellsing, destruida desde los jardines hasta las puertas y paredes principales de la enorme mansión.

Pero, lo que más alarmó a los presentes, fue ambas figuras librar una batalla mortal en las afueras hechas trozos de Hellsing. La joven Mancini, aturdida, capturó la imagen de los contrincantes, reconociendo a la draculina que despedía un infierno en sus ojos, ahora de un escarlata tan vivo como la lava.

«¡Oh, dios! Seras Victoria, ¿qué tanto te han hecho para que te encuentres en ese estado de cólera total? Debo buscar a los gansos.»

Pensó, escabullendo de donde se localizaba, junto al niño que no podía creer lo que sus ojos visualizaron.

© El plan maestroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora