Tindómë (el tiempo cercano al anochecer)

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La luz del sol convertía en sombras las hojas de los árboles. El viento movía las ramas y la alfombra gris se agitaba bajo los pies de Legolas. Las fronteras del Bosque Negro estaban a tres días de jornada. Legolas estaba cansado y ansiaba el calor de una hoguera.

Un mes de viaje minó las fuerzas del joven elfo. La pena lo confundía y varias veces tuvo que dar vuelta atrás al equivocar un camino. Un elfo perdido en los bosques era para dar risa, solía decirse. A Hwesta no le hacía ninguna gracia.

Se dedicó a recoger ramas y leños viejos que ardieran rápido. No era hábil para encender fuego. Hwesta dormitaba cerca del árbol donde pasarían la noche. Al lado corría un sereno riachuelo. Legolas se sentó al lado de Hwesta. Estaba exhausto y somnoliento.

El agua tibia lo llamaba. Se desnudó perezoso y se dio un largo baño. Su vientre mostraba una ligera curva. Tenía cuatro meses de embarazo.

—Hojita —murmuró acariciando la diminuta redondez de su vientre—. Ya casi llegamos. Cuando estemos en casa nos comeremos tres pasteles enteros. Y todo el jugo de frutas que puedas beber.

Legolas sonrió. Imaginó en su mente los pasteles rellenos de fruta y cubiertos de crema dulce. Vertió un poco de agua sobre su vientre. El bebé aún no se movía.

—Atarinya (mi padre) se podrá muy contento. Mis hermanos, seguro me van a regañar —los ojos de Legolas se ensombrecieron—, ya quiero estar en casa —dijo para sí mismo. Mordió sus labios.

Una ráfaga de viento lo hizo estremecer. Sentía frío y eso lo asustaba. Antes no lo sentía; tampoco había sentido tristeza. Se apresuró a salir del agua.

La fogata encendió al primer intento. Legolas sonrió, con la práctica se volvía hábil. La tarde se hacía noche. Legolas se envolvió en una manta y se sentó junto al fuego. Recordó la madrugada en que vio partir a Boromir. El día se hallaba lejos y los caminos de Rohan estaban iluminados por fogatas. Un largo suspiro escapó de la garganta de Legolas. Las lágrimas resbalaban en contra de su voluntad.

Los escalones que lo llevaron a la catacumba eran grises y aún sus pasos ligeros resonaban en la piedra. Las lágrimas brotaban de sus ojos, le cortaban la respiración, le hacían doler el pecho.

Boromir vestía una túnica negro y dorado, los cabellos rubios peinados pulcramente, una corona ligera ceñía sus sienes. Legolas se sentó al lado de eso que, decían, era Boromir. Una cortada le cruzaba el rostro. Uno de sus ojos estaba vacío, el otro miraba la nada. La boca abierta en un rictus de dolor. Sólo uno de sus brazos permanecía intacto, de las piernas no quedaba mucho.

—¡Prometiste que estaríamos juntos! —sollozó—, ¡dijiste que nos casaríamos!

Legolas acarició el rostro y alejó su mano, estremecido, al encontrar la piel helada y rígida. Tragó su miedo y volvió a tocar. No se sentía como Boromir. Cerró los ojos, imaginó que estaban de nuevo abrazados debajo del mallorn de largas ramas. Boromir le acariciaba el cabello, le hacía promesas, lo enseñaba a besar.

—No entendí cuando Aragorn dijo que no volverías. No entendí... hasta después.

Se limpió el llanto con la manga de su vestido verde y castaño.

—Estoy embarazado, —Legolas acarició el brazo intacto de Boromir. Llevó la mano hasta su vientre—. No se ve, pero está aquí —murmuró—. No me dijiste un nombre. I atar (el padre) escoge el nombre, ¿cómo se llamará nuestro bebé?

La mano de Boromir no acariciaba su terso vientre. De nada servía engañarse. Los besos no turbarían sus labios. Las promesas no se cumplirían.

Canción de cunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora