Capítulo VI: Amaurëa (amanecer) I

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Minastan se detuvo, sobrecogido. Los árboles permanecían quietos. El agua caminaba muda en su sendero. Ruiseñores blancos, rojos cirinci y oscuras avecillas, escuchaban en el pasto húmedo, en las ramas bajas de los árboles, en los escalones y en las piernas de un elfo de cabellos plateados. Jóvenes eran los rasgos del rostro, viejas las estaciones que los ojos grises reflejaban. La voz tenía el poderío del trueno, la firmeza de las rocas marinas que resistían tempestades. El rey Thranduil hablaba con el bosque.

—Dile que venga —suplicó el imponente rey a un pequeño ruiseñor, lo subió en sus manos abiertas.

Con el vuelo del ruiseñor se reanudó la vida en el bosque. Los árboles susurraron. Los pájaros emprendieron el vuelo. Los ríos hablaron en voz baja. Los ojos del rey se perdieron en la soledad del inmenso bosque.

—Mi señor —llamó Minastan—. Su hijo despertó.

El rey Thranduil se levantó despacio. Al pasar junto a Minastan le puso una mano sobre el hombro.

—¿Recuerdas que al príncipe Aranwë le gustaban los atardeceres tranquilos? —Thranduil señaló el bosque.

—Sí, mi señor, —Minastan sonrió. La imagen de un elfo hermoso, rubio, de ojos miel, trajo calor a su corazón—. En tardes así se subía a los árboles con nosotros.

—¿Eso hacía? —Thranduil lo miró sorprendido.

Minastan respiró profundo. Percibió de nuevo el dulce olor del príncipe Aranwë.

—Trepaba a la rama más alta. Nosotros subíamos detrás de él. Al primero que llegaba le daba dulces. Nos cantaba canciones.

La luz en el rostro de Minastan lo hacía ver como un elfito. El rey Thranduil se imaginó a su precioso consorte trepado en las ramas de un árbol, con sus dos hijos y el pequeño Minastan. Escuchó su voz cristalina que alejaba los temores.

—Y me regañaba a mí por llevarlos de excursión.

—También recuerdo eso.

—Era la estrella que iluminaba mi vida —la añoranza cubrió el rostro el rey—. Me gustaría que Legolas lo recordara.

Largos y estrechos le parecían al rey los corredores del castillo. Los recuerdos lo asaltaban detrás de las puertas, en los tibios pasillos, en las estancias iluminadas por el atardecer. Aranwë, su cabello peinado en delicadas trenzas. Aranwë, regañando a un pequeño Vardamir que se comía la tierra de los árboles. Aranwë, consolando a Aiwëndil que lloraba a lágrima viva por un raspón. Aranwë, tomando el sol, con un bultito rubio en sus brazos. El bebé llorando. "¿Y ahora por qué lloras, hojita berrinchuda?" Aranwë, recostado en la hierba, los ojos cerrados, el pecho profanado por una flecha de orco. Aranwë, desnudo, sus piernas abiertas en una muda invitación. Aranwë, el pecho cubierto de sangre, la flecha tirada en la olorosa hierba. Aranwë haciéndole cosquillas en las plantas de los pies. Thranduil, las manos llenas de sangre, llorando sobre el cuerpo aún tibio de Aranwë.

Afuera de la habitación esperaban los príncipes y los sanadores. Vardamir, recargado contra la pared, una rodilla flexionada, los brazos cruzados sobre el pecho. Aiwëndil, sentado en el piso, el rostro cubierto por el largo cabello rubio.

—Hijos.

—Sólo quiere verte a ti —gruñó Vardamir.

—Aran meletyalda (Su majestad) —Kyermë, el sanador más viejo, se inclinó respetuoso—, el príncipe Legolas...

Las manos de Thranduil trenzando el cabello de su amado muerto. Aranwë, envuelto en una tela bordada de oro. Aranwë, cubierto por la tierra. Thranduil, tomando de las manos a sus pequeños Vardamir y Aiwëndil. El llanto de su bebé. Legolas. Su cabello rubio. Sus ojos de miel. Su sonrisa de sol. Thranduil, tejiéndole trenzas a un impaciente elfito rubio, hablándole de Aranwë. "¿Mi atarincë (papito) era bonito?" "Como un sol, Legolas."

—La tristeza empeora su estado —lamentó Kyermë. Su rostro tranquilo en sombras. Cuidó al príncipe Aranwë en cada embarazó, y a Legolas le curó por igual las rodillas heridas, los golpes inocuos y los dolores de panza. Para su príncipe consentido cargaba caramelos en los bolsillos. Pero la ciencia que cultivó en sus largos años no le servía de nada, para un embarazo antes de tiempo no tenía ninguna hierba, contra la pena no conocía bebedizo eficaz—. Lembas y miruvor, —dijo cansado—, no podemos hacer otra cosa.

Thranduil puso sus manos sobre los hombros de Kyermë. Se conocían desde jóvenes y la suya era una pena compartida.

—Hantalë vorondil (gracias fiel amigo).

—Es cuestión de tiempo Thranduil —susurró Kyermë sólo para el rey.

Thranduil asintió. Kyermë inclinó la cabeza y se apartó. El rey empujó la puerta que lo separaba de su hijo.

En el blanco lecho Legolas dormía. El pecho del joven elfo se agitaba furioso y luego se detenía por interminables, angustiosos segundos. La respiración se reanudaba con un largo, desesperado estertor.

—Hinya (mi niño) —llamó Thranduil.

Legolas, unos meses antes de partir a Rivendel, se miraba en un espejo, el cabello lleno de trenzas.
—Atto ¿me veo bonito?
Thranduil sonrió. Legolas, inseguro, se miraba arriba y abajo, de frente, de perfil.
—Haldir dice que me parezco a mi atarincë.
—Es cierto, —concedió Thranduil—, como una gota de agua a otra.
Legolas se sonrojó, miró el bosque que asomaba a su ventana.
—¿Crees que yo le gusto a Haldir?


—Eru, —susurró Thranduil—, no me lo quites también a él.


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—¡Alguien traiga a Aragorn! —gritó Eomer. Pateó el piso—. ¡Esto no puede seguir!

Canción de cunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora