Capítulo: Hísië (bruma) IV

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Las dependencias destinadas al rey Gil-galad y su consorte se encontraban en el ala sur del palacio. La estancia, donde esperaba Minastan, era amplia y abriendo las cortinas doradas el sol entraba a raudales. Las cortinas permanecían cerradas para no violentar la intimidad del jardín, el reino del príncipe Legolas. La cómoda sala, la piel mullida frente a la chimenea, daban a la estancia un aire acogedor. Gil-galad pasaba algunas tardes allí, leía, departía con sus soldados o Kyermë.

Legolas entraba poco a la estancia. Prefería la soledad de la habitación conyugal donde las cortinas se abrían con el amanecer. El príncipe se movía con el sol. Pasaba la mañana en su sillón favorito, o en la banca del jardín, rodeado de telas e hilos, afanado en hacer muñecos para su bebé. A medio día estudiaba en el comedor; Isil era un maestro estricto y no le permitía tomar las lecciones en otro lugar. Por las tardes, después de la comida, y la obligada siesta, permanecía en el jardín hasta que su marido le mandaba entrar.

Flores de radiantes colores, robustos árboles, viejos como elfos venerables, y jóvenes, vivaces arbustos, formaban el jardín. Un sendero de piedras blancas cruzaba la marea de hierba. Una enramada crecía sobre una banca de madera. De las ramas de un almendro pendía un espléndido columpio. Apartado en un extremo, rodeado por árboles y macizos de flores, íntimo y solitario, dormitaba un estanque cubierto de lirios, al que Legolas tenía prohibido acercarse. Una muralla de piedra, recubierta de enredaderas, cerraba el jardín.

Debajo de la enramada, al pie de la banca, arrebujado en cojines, lánguido y medio desnudo, descansaba Legolas. Le brillaban los ojos miel y tenía la cara roja de tanto reír. En la habitación Gil-galad frunció el ceño. Le indicó a Ekkaia que no se acercara.

Legolas usaba una túnica ligera, sin mangas, abierta a la altura del abultado vientre. El vestidito le mal cubría los muslos y resultaba provocador e inapropiado para un príncipe consorte. El cabello cortado en capas le llegaba a media espalda y lo tenía sujeto en una coleta alta. Largos mechones rubios le caían sobre el rostro enmarcando su belleza infantil.

Salmar, ruidoso y contento, pintaba estrellas en las piernas del príncipe. Flores y mariposas adornaban el rostro de Legolas. Un enjambre de abejitas amarillas corría por sus brazos. Amanecía en su pierna izquierda y anochecía en la derecha. Los elfitos estaban rodeados de tazones llenos de pintura. Sentado en la banca Isil machacaba flores y frutas para hacer más colores. El pelirrojo compartía el alboroto con su sonrisa.

Gil-galad se recargó en el marco de la puerta que daba al jardín y la falda azul se deslizó a la izquierda. Sobre el pecho tenía un collar de cuentas y plumas, regalo de su desposado. Gil-galad observaba los juegos de su consorte, la risa, los gritos de aprobación o queja. Pero permanecía atento a la voz de Ekkaia.

—Atani (hombres) —decía Ekkaia con marcado desprecio—. Nada bueno viene de ellos.

—¿Dónde los instalaron?

—En el ala este.

—¿Qué hace el rey de los hombres tan lejos de sus tierras? —meditó Gil-galad.

—Vardamir habló de una alianza.

—¿Dónde están los heraldos? —inquirió perspicaz—. ¿Es que acaso el gran Elessar no conoce los protocolos? —el rostro de Gil-galad adquirió una expresión seria—. No, Ekkaia. Ese hombrecito busca otra cosa.

Ekkaia siguió la mirada de Gil-galad. Escuchaba, proveniente del jardín, la voz del príncipe consorte.

—Preguntó por la salud del príncipe Legolas.

Pese a las noticias Gil-galad sonrió, su precioso elfito se pintaba una luna morada sobre el botón del ombligo. El perfume de los retoños y las flores llegaban hasta la habitación.

Canción de cunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora