Ve tauri lillassië (con hojas de los bosques)

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Los rayos del sol se colaban en la habitación como si fueran los dedos de Eru. Sobre la cama, con la sábana rodeando su cadera, Gil-galad observaba al bebé sobre su pecho. Turambar dormía, la mano cerca de la boca, las orejitas puntiagudas contra la pelusa rubia de la cabeza. Debajo de los parpados cerrados tenía unos ojos de un verde intenso, como el color del bosque, como debió tenerlos su padre.

Con mucho cuidado acarició la cabeza del bebé. Era uno de esos momentos de total calma que se hacían más comunes con el pasar de las semanas. Los primeros días necesitó mucha paciencia para hacerse cargo de un Legolas cansado y del exigente bebé. Sobraron manos para ayudarlos: los hermanos de Legolas, su padre, Kyermë e Isil, Minastan. Amor le sobraba a ese chiquillo.

Que Eru detuviera el tiempo en ese instante. Gil-galad intentó dormir. Abrió los ojos al sentir el peso en la cama. Legolas lo miraba con sus ojos de miel serenos y dulces. El camisón blanco le cubría las piernas. Como todos los elfos se recuperó del embarazo en un par de semanas. Era fácil adivinar el cuerpo esbelto bajo la ropa. Todavía no era la hora en que el pequeño reclamaba su comida. Legolas debería estar dormido a su lado. Sin embargo estaba allí, observándolos como si deseara memorizar esa imagen. Lo entendió al momento. Con el regreso del hombre se acabaron sus días felices.

Legolas se movió sobre la cama. Apoyó la mejilla contra la espalda del bebé. El cabello rubio descendió sobre el pecho de su marido. Gil-galad escuchó el suspiro. Supo que lloraba. Le acarició la cabeza. No llores, deseó decirle, mas no habló. Llegado el día, tan cercano, ¿él podría contenerse?

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En el espejo Ekkaia se contempló a sí mismo. El torso desnudo, los ojos azules, el cabello obscuro largo hasta media espalda del lado derecho y a la altura del hombro en el izquierdo. Al intentar cortarlo con la espada de Vardamir terminó con un lado más largo que el otro. Ladeó el rostro, se veía extrañó. En el reflejo era el mismo que llegara unos meses atrás al bosque negro; en su interior era otro. El príncipe apareció en el espejo. Ekkaia observó la concentración en el rostro varonil, las tijeras que traía en las manos.

—La próxima vez lo cortaré yo.

Vardamir tomó el lado más largo. Ekkaia cerró los ojos con fuerza. Vardamir le sonrió al espejo. Los mechones cayeron al suelo. Era una pena, adoraba hundir sus dedos en el cabello de Ekkaia, enredaba su brazo con la melena de su amante y lo atraía para comérselo a besos. El sonido de las tijeras era el único ruido de la habitación. Aún era temprano y el anuncio de la noche anterior, el príncipe Faramir está en las fronteras del bosque, le dio una estocada mortal al buen humor de todos.

Tres meses habían pasado desde el nacimiento de su sobrino, días llenos de calma, de amor, de felicidad. El príncipe Faramir marchó a Gondor para buscar a su futura esposa y volver con ella al bosque. La tregua fue larga y casi pensaron que no regresaría. Evitó pensar en Legolas, su hermano estaba entregado a su niño con la misma dedicación que Vardamir recordaba de Aranwë.

—¿Ya terminaste?

—Sólo un poco más.

Faramir se llevaría al bebé, Legolas y su esposo marcharían a Valinor y con ellos se iría Ekkaia. Vardamir se tocó el pecho. El pensamiento de despertar en una cama vacía, de salir a las murallas y no verlo le causaba una honda tristeza. Responsabilidades, deberes, había mucho de eso en la vida de ambos.

—Ya está.

Ekkaia abrió los ojos. Tenía el cabello a la altura de los hombros, de los dos lados. Buscó los ojos del príncipe en el reflejo. Trataban de comportarse como si nada sucediera. Su tiempo juntos se terminaba. ¿Cuánto les quedaba? El hombre llegaría en cuestión de días. La ceremonia, los acuerdos y la marcha. ¿Tres o cuatro ocasos? Contuvo el deseo de salir por la ventana y no volver. Entre los brazos del príncipe encontró un reino donde era feliz.

Canción de cunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora