Capítulo 3: Lomé (noche)

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La elfa cerró la puerta al salir. Legolas caminó al interior del baño, se subió la túnica y deslizó sus pies desnudos en el agua.

La imagen que le devolvía el agua era lamentable. Su color era pálido, enfermizo. Oscuras ojeras rodeaban sus ojos y el brillo en sus pupilas se había extinguido. La túnica blanca, corta, con los hombros descubiertos y el cabello recogido en una coleta, no conseguían que se viera mejor.

Se sentía peor de lo que se veía. Hwesta no volvió y tuvo que caminar hasta el Bosque Negro. El camino le llevó una semana entera. Los pies le punzaban y aunque no tenía ninguna lastimadura lloró por el dolor.

Los golpes en la puerta fueron discretos y Legolas no los escuchó. Minastan, un elfo pelirrojo de gran estatura, entró en la habitación con una charola en las manos.

La puerta del baño permanecía abierta. Minastan tocó y se aclaró la garganta.

—¿Puedo pasar?

Legolas se volvió despacio. Una sonrisa cansada afloró en sus labios. Antes de que Legolas se fuera a Rivendel Minastan lo sentaba en sus piernas y le contaba historias sobre el bosque. Le tejía trenzas mientras Legolas memorizaba las lecciones.

—Aiya (hola), hojita viajera.

La imagen de su príncipe era desoladora. Minastan dejó la charola con jugo y lembas a su lado.

—¿Qué hace el capitán de la guardia trayendo un vaso con jugo?

Minastan le acarició la rubia cabellera. Algunas hebras se quedaron entre sus dedos.

—Quería verte. Saber que estás bien.

Legolas bajó el rostro. Movió sus piernas en el agua.

—¿Comprobar que estoy embarazado?

—También.

Legolas suspiró. Entre elfos no se podía ocultar un embarazo. En algún punto del embarazo podía sentirse una gotita de calor moviéndose en el vientre de las elfas y elfos preñados. No sabía el momento exacto en que sucedía. Legolas lo sintió en otros; tal como decían las consejas no podía sentirlo en sí mismo.

Rogó para que ese momento no le hubiera sucedido. Al llegar donde los primeros centinelas vio en sus ojos que lo sabían. Sus caras de asombro, las miradas insistentes a su vientre. Algún resabio de esperanza le hizo esperar un parabién, era la tradición. No había costumbre que valiera cuando se trataba del hijo menor, el que aún era un elfito, el único fértil. La tristeza empañaba los ojos de los soldados, desviaban la mirada.

Legolas le mintió a Boromir. No era un adulto, ningún guerrero reconocido. En su tierra se le consideraba un chiquillo y los elfitos eran duramente entrenados en el uso de las armas. Su misión en Rivendel tenía el fin de llevar un mensaje y se lo concedieron a insistencia de sus hermanos, para probar que era digno de confianza.

—Creciste.

En la voz de Minastan había un dejo de tristeza. Legolas tomó el vaso de jugo y dio un largo sorbo.

—Tuve que hacerlo. No se puede estar embarazado y ser un elfito.

Fue el turno de Minastan para suspirar.

—¿Cuántos meses tienes?

—No sé —Legolas alzó los hombros—. Minastan, no es malo. Mi cuerpo ya está preparado para esto. No lo estaría si no fuera el momento.

Minastan lo tomó en sus brazos y lo cargó hasta la cama. El sol entraba a raudales por la ventana abierta. La vida del bosque se asomaba curiosa. Los pájaros revoloteaban en el cielo intensamente azul.

Canción de cunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora