Una de las cosas por las que discutía diariamente con mis padres era porque yo deseaba que me regalaran un perro. Hasta se podría decir que hice varios méritos para conseguir mi objetivo; me portaba bien, recogía las cosas de mi cuarto, sacaba buenas calificaciones en la escuela, etc.
Finalmente una mañana desperté sobresaltado al escuchar unos fuertes ladridos frente mi cama.
- ¡Es un cachorrito! Exclamé con algarabía.
- Te lo has ganado – Dijo mi madre.
Aquel perrito apenas podía dar unos pasos, tenía su pelaje de color café claro y los ojos negros como la noche. Inmediatamente nos hicimos amigos, tanto así que todas las tardes salía al patio a jugar con él hasta que oscurecía (olvidando inclusive a veces varias tareas que encomendaban).
Así transcurrieron los años y el vínculo se fue afianzando más y más. De pronto, un día de verano mi padre llegó con la noticia de que finalmente le habían dado en su empresa un merecido periodo vacacional. Nos mostró a mi madre y a mí los pasajes de avión y las reservaciones del hotel.
- Excelente papá pero… Qué vamos hacer con Rob (léase mi adorada mascota). No tenemos con quien dejarlo.
- Por supuesto que sí. No te olvides de la tía Abigaíl, a ella le fascinan los animales. Replicó mi padre.
Total, siguiendo sus sugestiones, hice lo que él me indicó.
Fueron unas vacaciones maravillosas, vimos el mar azul en todo su esplendor, paseamos por la arena y el sol había tostado nuestra piel otorgándole ese color dorado que sólo el Caribe te puede dar.
Desgraciadamente cuando llegamos a casa de mi tía Abigaíl nos recibió con la noticia de que Rob se había escapado “brincándose” la cerca. Desilusionado y cabizbajo regrese a casa. Mis padres intentaron hacerme sentir mejor con la llegada de otro animal parecido pero jamás fue lo mismo.
Transcurridos exactamente ocho años escuché unos ladridos que me parecieron muy familiares. Fui corriendo al patio trasero de mi casa y me encontré con Rob que había regresado. Sólo que noté enseguida que no era el mismo de antes, aparte de la edad, ahora sus ojos yacían inyectados de sangre y sus colmillos parecían de acero.
Me quedé petrificado sin hablar y sin moverme. El perro se me abalanzó y me mordió la cara hasta que se cansó. Luego del ataque, simplemente su silueta se desvaneció en el viento. Actualmente llevo más de 20 cirugías reconstructivas y aún no consigo articular una sola palabra. Cualquier ladrido me produce un miedo tremendo.