Era un atardecer de invierno,
de esos que congelan las puntas de los dedos.
Me encontraba desorientada
en el andén de la vía;
con kilómetros a mis pies,
pero sin tropezar con respuestas.En esa búsqueda obsoleta
de soluciones definitivas,
empecé a notar como quedaban heladas
todas mis alegrías.Sin saber en qué ferrocarril esperar,
con el fin de templar mis enigmas,
opté por subirme al primer tren,
a pesar de desconocer
a dónde me llevaría...
Sin tener del todo muy claro,
si esa línea férrea era la mía.Y fue allí,
sentada en el lado izquierdo
del tercer vagón - casi vacío -
dónde se puso fin a mi mayor duda.Entendí, cuando un rayo de sol tardío
atravesó la cristalera, grasienta
por tantas cabezas rendidas
que se habían apoyado en ésta
durante el transcurso del día,
el objetivo de la vida.Al observar, a contraluz,
pequeños ácaros de aire
parando el tiempo,
bailando sin rumbo,
al compás de la Nocturnal Waltz
de Johannes Bornlof,
sonreí.Todos mis problemas,
quedaron concluidos.
En aquel momento,
con a aquel pasatiempo,
todos mis males
cobraron sentido.