Cuando conseguimos subir al muelle de piedra la ventisca nos azotó de pronto.
-Vale- tosí-. Ahora entiendo por qué nadie viene en invierno.
-Y de noche- El se asomó a las aguas oscuras y mareadas.
Una ola chocó contra el muelle y nos salpicó. Grité cuando las gotas heladas aterrizaron sobre mi cara.
El se echó a reír.
-Es la peor idea que has tenido nunca.
No lo era, porque las vistas desde allí eran preciosas. Lo comprobé cuando El levantó la vista y calló de pronto.
La superficie se calmaba a medida que se alejaba del puerto, por lo que las luces de la costa se reflejaban en ella. Era un cuadro de reflejos y ondas y colores y sombras que se mezclaban entre sí. Era una noche nublada, pero la luna había conseguido asomarse.
Le cogí de la mano y lo llevé a la zona en la que los barcos estaban amarrados. Me detuve frente a un velero de tamaño medio, con un alto mástil plateado que se alzaba hacia el firmamento.
-Sube- susurré. Agité las llaves.
El corazón me bombeaba con fuerza, aunque no sabía muy bien por qué. Me sentía a punto de vomitar.
Nunca había llevado nadie allí. El velero lo había comprado mi padre, pero hacía años que no lo sacábamos, y se había vuelto mío. Mío.
Me había pasado tantas tardes allí a solas.
Subí detrás de él, y me tambaleé cuando una ola golpeó la cubierta. Comenzó a chispear.
-Mierda- susurré, aunque ninguno se movió.
El me miró, y supe que también lo sentía. La tensión. La expectativa. El casi que flotaba siempre entre nosotros. El secreto tácito que nos rodeaba.
El miedo a rompernos.
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[casi]opea.
Randomtal vez las constelaciones solo sean estrellas rotas cuyos pedazos buscan el camino de vuelta a los otros.