Tres: AndreaY si no me embriago solitario en esta noche otoñal es porque Balthazar patea mi puerta gritando insultos en chino y de paso ladra en alemán. Colma mi paciencia. La de los vecinos también. Tengo migraña. Me hundo en la almohada pretendiendo no escucharlo. Él no se cansa. Sus cantos de sirena drogada y monstruosa exclaman mi nombre. Creo que el idiota algún día deformará el metal de la entrada con esas enormes y odiosas botas de hebillas que se extienden hasta sus rodillas y esa muy estúpida manía de no tocar el timbre para, en cambio, patear y cantar su llegada.
Le recibo iracundo, dispuesto a terminar nuestro trato musa-artista y mandarlo al diablo con todas esas mierdas suyas que, tras un mes de encuentros, yacen en mi departamento. Pero me retracto inmediatamente al observarle. Es arte. Ahí están esas hebras lacias y largas que se estremecen húmedas con una risa nerviosa. El muchacho carga consigo dos grandes bolsas y me mira con insolente lascivia tras unos lentes oscuros de marco rojo en forma de corazón.
Se interna en las paredes verdes y avanza bailando con sus piernas flacas enfundadas en cuero y cadenas. Yo miro la sombra siniestra proyectada en la pared. Contradictoriamente, porta un suéter lanudo de rayas negras, rojas, amarillas y azules. Si se desplaza como gato negro entre los sillones, entonces yo soy un brujo. Explica palabras que no me interesa comprender. Sigo su sombra sagaz. Noto un brillo especial en sus ojos de almíbar. De la bolsa extrae varios discos. Coloca uno. La portada dice The Cure. Es música a la que no estoy acostumbrado. Sonrío porque es Balthazar en notas y acordes. Creo que me gusta. Es distinto. Extraño. Me agradan las letras. La ira se disipa.
Mientras tanto, el muchacho se apodera de la cocina también. Poco a poco se adueña de todo. Un aroma dulzón inunda pronto el departamento. Es una tarta y, al ritmo de la guitarra eléctrica, Balthazar me desea un feliz cumpleaños. Él es una de las pocas personas que conocen la fecha verídica.
Y también es el único que no festeja por compromiso, sino por sincera y pueril convicción.
Aquello me encanta. Amo que en estado de ebriedad me abrace, vierta en mi boca su aliento etílico y agradezca mi existencia. Adoro el vino que seleccionó, sus caderas traviesas que hipnotizan. Ambos bailamos de forma extraña. Nos movemos de un lado a otro con los dedos medio agarrotados y giramos a media luz. Una lámpara de leopardo nos ilumina. Es un vals macabro. Todo él es tan maravilloso, tan extraño, tan extraño... dulce príncipe decadente. Estoy borracho. Cuando ríe, parece ser la persona más triste del mundo. Y lo entiendo. Nos entendemos. Porque cuando yo río estoy muriendo también, y entonces agonizamos juntos en romántica sincronía.
Hasta que ocurre el apagón.
La música, la euforia onírica se reducen al negro absoluto. Nos encogemos. Nos buscamos. Nos encontramos. Afuera ruge la tormenta. En el sofá, nos acurrucamos. Y yo acaricio la cabeza aturdida que se hunde en mi pecho. Balthazar es el cadáver cálido de un niño. Conversamos. Él asegura:
Todos en mi familia estamos enfermos. Si no es del corazón, son los huesos o pulmones, y si no, la misma cabeza. Por eso no estoy con ellos. No quiero que me contagien eso con lo que ya nací.
Y froto mis manos heladas que de pronto no son mías, sino suyas. Y él rasca una costilla suya que es muy mía.
De narices sangrantes, las alimañas nos enredamos para tomar la siesta.
Cr. Josef Sudek
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Strangelove
Short StoryCuando Andrea presencia cómo su arte colapsa y pierde paulatinamente todo el sentido estético que alguna vez imprimió en él, decide buscar con desesperación una musa. Tomando una medida poco ortodoxa, suele citarse con mujeres desconocidas en un caf...