Cinco

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Cinco: Andrea

Ciertamente, entiendo que Balthazar en algún momento conseguirá enloquecerme. Ninguno de los dos logra dormir, no después de aquel cuadro en que experimentamos al horror mismo fluyendo por las venas. Una experiencia que oscilaba entre el suicidio y el asesinato. Afuera, el anuncio de un local mantiene la habitación iluminada con suavidad. Cuando vi sus labios tornarse morados, creí que moriría entre mis brazos. Aquella escena se reproduce una y otra vez en mi mente, como el frío eco de una gruta.

No llamo a nadie porque poseo una reputación que mantener. La consciencia es una perra rabiosa. Balthazar tiembla. Susurra algo en japonés. No lo entiendo. Creo que ora, o quizá maldice. Mi nerviosismo se mantiene flotando en un insomnio acuoso. Yo lo acaricio, cedo mis sábanas a su cuerpo frágil que insiste en mantener desnudo. Él tampoco me permite ayudarle. Un sudor helado escurre por su espalda. El momento resulta espectral. Tiembla. Tiembla. Yo no sé cómo detener la agonía, el llanto inconsolable en que se ha sumido. Necesito fumar, pero no puedo. Temo abollar sus pulmones. O de paso el corazón. ¿Se relaciona? ¿No?  Temo, con el mínimo movimiento, alimentar lo que sea que le causa ese trance de rezos y mortalidad.

En la madrugada, consigo hacerlo dormir. Sin embargo, yo no descanso. Mis ojeras crecen. La angustia también. Veo su columna vertebral marcarse bajo la fría luz del amanecer. Al medio día, de regreso, en el auto, no pronunciamos palabra. Balthazar mantiene la vista baja. Mira sus dedos, juega con las uñas. Yo lo invito a mi departamento, quiero acariciarlo, protegerlo, pero se niega. Baja de luto y ni siquiera se despide. Aquello, de alguna forma, hiere. Yo permanezco estacionado afuera un rato, solo pensando. Atormentándome.

Después de aquel atardecer lluvioso en que nos separamos, el vampiro mortal no vuelve a patear la puerta. En el cuarto negro, revelo todas las imágenes que capturé durante el viaje. Observo su mirada vaga, triste, anhelante. No logro comprenderlo. ¿Por qué Balthazar nunca habló de su enfermedad? ¿Qué otros secretos oculta tras aquellos labios teñidos de sangre? Cigarro tras cigarro, me auto-incinero con las ventanas cerradas. Aunque puedo escuchar a Chakiris, por algún motivo mis dedos se deslizan a The Cure. Y así es noche tras noche, en el recuerdo de su silueta oscura.

Durante la primera semana, la ausencia de mi musa no me molesta realmente. Entre el trabajo para la revista, cenas elegantes y amantes modelos de largos cabellos rubios, creo llegar al fin de semana sin problema. No obstante, cuando el domingo transcurre en helada soledad, la tentación comienza a ascender. Su música me acompaña. Pero, aún así, el ambiente se siente increíblemente silencioso.

Balthazar no tiene teléfono, por lo que acudo a buscarle a su departamento. No abre. Yo aguardo. Me siento contra la puerta. Soplo mi aliento en los guantes negros de cuero. Sigue sin abrir. En un arranque desesperado, comienzo a golpear como él lo hace. Sé que está ahí, escucho a otro cantante excéntrico profiriendo sus notas góticas. Pido perdón. Me disculpo en nuestro idioma y en francés. Estoy gritando. Duele la garganta. Me marcho iracundo. Retorno al día siguiente. Y al siguiente. Y al siguiente. 

Nada.

Tres semanas se cumplen de que Balthazar no me busca y yo creo enloquecer. Nunca me ocurrió con otras musas, a quienes podía desechar sin miramientos. Creo que es el karma. O la extrañeza de su esencia. Son los sueños que me atormentan con dulzura a las tres de la mañana. Es la desnudez de Balthazar, etérea, que corre su lengua por mi sexo hinchado; es la araña de su pubis descendiendo desde el techo en un hilo de baba que yo recibo con la boca abierta en deliciosa lujuria. Muerdo la carne blanda. Crujen los huesos. Envueltos en cuero, hay un cadáver tembloroso entre camelias y migalas. Miro su risa, sus tacones, los movimientos al ritmo de una balada negra.

Despierto.

Estoy solo.

Me percato de que lo extraño con el alma. Como cazador, camino por su departamento con el cuello del abrigo cubriéndome la mitad del rostro, esperando, quizá, encontrármelo por accidente. Dulce cervatillo, perdido colibrí. Y las primeras lunas decembrinas ríen inflamadas desde el cielo ante mi desilusión.

Es en una noche helada cuando, hundido en la penumbra del hastío, vuelven a tocar a la puerta. Le ignoro. No deseo visitas. Entonces escucho una patada. Salgo corriendo. Allá, en el umbral, Balthazar me mira con ojos feroces, enmarcados de negro. La pantera avanza con sus almíbares escurriendo, azota la madera, muestra sus colmillos y con la lengua de fuera se abalanza a mi boca.

Yo lo recibo. ¡Oh, claro que lo recibo, masoquista dichoso! El sabor del alcohol en su saliva me intoxica. Con las ansias vertiginosas que carcomen al amante contenido, acaricio sus hebras nocturnas y deslizo las manos por su tibio esqueleto. Su cintura es pequeña, las costillas frágiles, e imagino la espalda llena de lunares. Inundo de besos sus labios inflamados, jadeamos sin separarnos, intentando arrancarnos con violencia los cinturones. Las púas que adornan su cadera lastiman mis dedos, pero no importa. Cuando libero su miembro, lo masturbo con prisas. Lo deseo. Lo deseo con fuerzas. Él murmura:

Aguarda, Andrea, espera.

¿Qué es?

Aquí no. Allá. Huyamos. Vámonos.

¿A dónde?

Donde sea menos acá.

Las respiraciones se tranquilizan. Otra vez, la acción interrumpida. Voy a estallar. Veo su erección. Mi lujuria es demasiado histérica como para frenarla. Chupo su glande rosado mientras me masturbo también. Ahí está esa tarántula que ahora observo a los ojos, negro contra azul. Su amo acaricia mi cabello. Gime. Sus dedos tatuados de enormes uñas negras y pulseras agresivas son un poema que desearía retratar.

Así, hincado, sobajado, me rindo a la dictadura de una ninfa loca y enferma. La admiro alzándose con sus poderosas alas putrefactas de hielo y estrellas.

Cr

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Cr. Australian Museum

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