Ocho

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Ocho: Andrea

En este instante teñido de blanco y negro, yo no soy consciente de lo evanescente que es mi felicidad.

Yacemos estacionados ante el departamento de Balthazar en un atardecer caliginoso. Él comenta algo sobre la tarta de zarzamoras que recién comimos, inquieto, alegre. Mira sus uñas. Cambia la estación de radio constantemente. Desliza sus hebras negras tras la oreja, ríe con los labios rosas. Ninguno de los dos desea separarse. Yo recalco mi oferta. Él asiente, pero noto una frágil convicción en el acto de sus ojos melancólicos que contemplan la calle.

Al final, el muchacho toma su maletín y sus migalas y se despide de mí no sin antes darme una mordida en la boca y dejar un beso impreso en el cristal del automóvil. Acordamos vernos el fin de semana para la nueva sesión de fotos que estoy planeando, aunque dejo abierta la posibilidad de visitarme cuando quiera. Él acepta y se adentra al edificio grisáceo con la nariz cubierta y los ojos delineados bien atentos.

Tres días transcurren sin noticias de Balthazar. Yo lo extraño y no dejo de evocarlo ante cualquier detalle que se relacione aunque sea en lo más mínimo con su persona: Luz de luna, telarañas bajo la cama, rouge sanguinolento en labios incógnitos, nitrato de plata y una cruz al revés. Es inevitable, mis sentimientos por él crecen como un dragón de lirios que todo lo rodea. Nuestro encuentro continúa pareciéndome extraño una vez fuera de la aventura onírica. Mi lóbulo lastima, el sexo arde. Son vestigios de que las veladas vampíricas existieron. No puedo controlar mis ansias del tiempo que pasa para reencontrarme con mi amante secreto, aquel por el que he estado arriesgando el pellejo. Es como salir con una estrella, un ángel, un gato negro de ojos como el ámbar.

El día de nuestra cita llega. Yo doy vueltas por el salón con la ansiedad a tope, fumando, ensayando líneas porque Balthazar se ha convertido en un ente que merece todo lo mejor en el mundo. En mi mundo. Uso el traje gris que mejor moldea mi silueta felina, busco en la alacena el licor más dulce, perfumo mis clavículas, incluso coloco un disco que creo podría gustarle. Aguardo con devoción su llegada, como si de un mesías se tratara.

No obstante, desde que sus nudillos cadavéricos golpean suavemente la puerta, en mi corazón despierta un mal presentimiento. Lo contemplo recargado. Usa una larga falda negra de material sintético y guantes que llegan hasta los codos. Puedo ver los lunares y tatuajes en sus hombros. Yo me horrorizo. Inquiero si no tiene frío, ¿cómo puede vestir así en el crepúsculo helado? Él niega con la cabeza sin decir palabra, con la carne nevada. Lo observo. Hay algo en Balthazar que no encaja. Mientras lo fotografío, me percato de ello. Ríe con amabilidad, cede a mis caricias, se comporta seductor como en cada encuentro... pero en sus ojos yace algo que no habitaba ahí antes. No sé cómo explicarlo. Es una nebulosa oscura, un agujero negro que aguarda latente el momento para devorar.

El aura de Balthazar siempre fue fría; azul, púrpura, gris. Pero en este momento, cuando vendo sus ojos y lo recuesto entre cuerdas sobre el sofá rojizo, noto una evidente energía negra, profunda, que incluso consigue perturbarme. Es un penetrante olor a muerte; el hedor del agonizante. Flores marchitas, sangre, noche. Guardo silencio. No sé cómo reaccionar ante ello. Creo que es mi paranoia, pero cuando veo el bosque de penumbras en sus ojos, aquella alma apagada que días antes ardía en flamas azules, busco remediarlo a como dé lugar.

Ordeno la comida que le gusta, lo adulo, lo adoro. Sin embargo, es inútil. Cuando hacemos el amor, el muchacho parece más lujurioso que nunca. Se aferra a mí con fuerza, tira de mi cabello y golpea. Es agresivo, más violento que de costumbre. Reclamo su poca delicadeza. Se disculpa. Fuma. En la oscuridad creo sentir su rostro acuoso. Algo oculta. Me duermo abrazándolo para después despertar en la madrugada.

En un hilo que pende entre el sueño y la vigilia; demasiado adormilado para reaccionar o comprender de forma coherente mi situación y muy despierto como para recordar eternamente aquella imagen, veo la figura de Balthazar yaciendo de pie junto a mi cama. Recorro con los ojos gracias a la luz de la luna sus rodillas prominentes, el sexo, un abdomen de huesos resaltados, las pequeñas costillas y su cabeza de cara bonita y cabellos alborotados. Los brazos cuelgan con olas, astros y cráneos tatuados. En la mano derecha porta un gran cuchillo.

Por supuesto que aquello me petrifica. Mi mente no logra hilar las ideas. Su mirada perdida, impiadosa, de cruel príncipe dopado o muerto viviente, hela mi sangre más que la tormenta. La boquita medio abierta, la sombra macabra que alargada por los sueños recuerda a un espectro, se acerca con ligeros y lentos pasos. Al tiempo que se aproxima, alza con el pulso tembloroso el arma filosa. Yo no puedo moverme, no puedo reaccionar. La escena es terrorífica, pero impregnada de una belleza fantasmagórica tan sublime que no deseo escapar. Al menos no ebrio de quimeras y mansa obediencia.

Cerca, muy cerca, con los pálidos muslos a la altura de mi rostro, veo empuñar con mayor fuerza el cuchillo. Intenciones asesinas. Fuertes. Violentas. Que en cualquier momento estallan en sangrientos fuegos artificiales. Temo hablar, temo intervenir porque solo entonces esta pesadilla será verdadera. Y mi silencio funciona. Balthazar descompone su rostro en muecas dolorosas, respira con dificultad y deja caer el objeto punzocortante que chilla al estrellarse contra el suelo.

Se desploma. Me enderezo. Por un instante creo que es su salud frágil. No obstante, el chupasangre desnudo yace en cuclillas observándome. Se balancea. Se balancea. En sus ojos brilla por pequeños intervalos la vida, siendo consumida después por una víbora azabache. Acerca su nariz a la mía, susurra palabras ininteligibles para mí. Galimatías japonesas. El murmullo se descompone en tristes grullas de lágrimas y caricias. Balthazar besa mi boca con el amor que nunca nadie me demostró antes. Sus labios arden, convulsos. El muchacho traspira demasiado. Creo que es otra de sus crisis. No puedo saberlo. Repite muchas veces la misma expresión. Aishiteru yo. 愛してるよ. Trepa por mi cuerpo y se vuelve a recostar, ronroneando en mi espalda dolorosos hipidos.

Yo acaricio sus manos y, por algún motivo, lloro también.

Es el cúmulo de toda la melancolía del mundo.

Cuando amanece, me encuentro solitario entre las sábanas y recuerdo las imágenes como alucinaciones de la noche anterior. Me levanto rápido. Me visto. Intento mantener la calma. Desayuno. Escucho las noticias. Al final, mi ansiedad es demasiada. Salgo, cojo el auto y busco a Balthazar a eso del medio día. Me estaciono. Bajo del auto. Una parvada pasa volando sobre los edificios.

Encuentro patrullas.

Al parecer, un jovenzuelo se ha suicidado.

Taking a decision por Donata Wenders, 1999

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Taking a decision por Donata Wenders, 1999

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