Nueve

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Nueve


Mi amado, Andrea:

Sé que cuando sostengas esta carta tu pulso terminará de estropearse por días. Lo siento. Reconozco que tu trabajo resulta difícil cuando se es tan nervioso. Puedes tomar de mi cartera lo que necesites para comprar los medicamentos necesarios; considéralo una torpe compensación de mi parte. Sé que merezco un puñetazo por las imbecilidades que estoy diciendo, y que has de aborrecerme profundamente por mi descaro, pero si es que recorres con los ojos estas letras significa que estoy muerto y que te han entregado mis migalas. Pienso colocar un aviso en letras grandes para que sea lo primero que hagan en cuanto yo ya no esté. Tú comprenderás que son mis hijas y mi única pertenencia realmente valiosa.

Andrea, voy a decirlo antes de dar mis motivos: No es tu culpa. Sé que con tu estrés tiendes a esas conductas auto-flagelantes de asumir la responsabilidad por todo lo que ocurre a tu alrededor. Pero no. Verás, cinco años atrás yo contraje sin remedio el fatal virus de la melancolía; las sombras azules, el cáncer de susurros. Se introdujo en la médula de mi alma cuando vi morir a mi hermana de una enfermedad en la sangre. Te lo dije, todos en la familia padecemos algo. Y ella, la luz de mi vida, la primera en mis labios, dejó con su ausencia un invierno permanente que comenzó a roerme los pulmones y los huesos. Mi casa no es un hogar. Si actúo así, si aquella tarde me viste escupir en la iglesia discretamente, fue por ese odio que mantengo hacia el infierno católico que he soportado desde el vientre. Te lo narré aquella tarde, recuérdalo. Los idiomas, las pastillas y la música me ayudaron, pero no es suficiente. Y así, solitario, como podrás notarlo, desde entonces yo ya tenía los días contados. Era un muerto viviente.

Ahora he de hablarte sobre un asunto de gran importancia. Me refiero a la musa que nos unió: Renee Lee. Aquel nombre... ¿no te suena familiar? Debiste conocerla en la facultad de artes. Eras un grado superior que ella y pocas veces cruzaron palabras, pero su admiración por tu arte era auténtica, por poco religiosa. Yo, que la adoraba casi como a una madre incestuosa, la vi enamorarse de ti perdidamente. Acudí siempre portando una camisa de rayas a tus primeras exposiciones, acompañándola, y la espié desde el ropero mientras cubría sus pálidos huesos con una faldita roja que compró solo para que tú la miraras. A pesar de que se debilitaba. A pesar de su enfermedad avanzada. Y sí... concediste su deseo antes de que cayera en cama. Por este motivo, en el hospital ella hizo una petición: Haz que Andrea se enamore de mí y luego acompáñame.

¡Oh, Andrea, si tú supieras cuánto la odié! Mi adolescencia está compuesta por negras vorágines, por sueños donde ella me platica sobre ángeles y flores. En un principio tenía planeado que, de llevar a cabo su petición, habría de hablarte mucho sobre ella; sus encantos, sus sonrisas, las ideas que ponían de cabeza mi mundo. Sin embargo, no solo salir del agujero donde me sumí me llevó años, sino que una tarde te hallé por accidente entre las luces hipnotizantes de un bar gay conversando con un viejo amigo mío. Entonces mis ideas comenzaron a distorsionarse. Renee es la única mujer que he amado en mi vida. Después de ella, solo presté atención a caballeros por motivos que aquí no puedo confesar ya.

Una tarde, jugando con la soga que pendía del techo en la primera habitación, mi pequeño hermano entró corriendo a mostrarme un aviso en el periódico: Andrea Roberts solicita modelo. Él conocía mi afición por tu arte. Y con aquel pretexto en mano, en medio de una crisis familiar, aproveché para tomar mis cosas y salir con la firme resolución de acercarme a ti. Estuve cazándote en silencio, observando tus actitudes y planeando cómo seducirte de manera infalible. Hasta que me decidí y nos encontramos en aquel café.

En un principio me viste portando accesorios suyos: Lentes con marco de corazón, gargantillas femeninas, labial rojo. Algunas expresiones, movimientos y ademanes sugerentes no eran más que una mímesis de sus encantos. Pretendí atraerte con su esencia, los perfumes frutales de su tocador. No obstante, mientras transcurrían los días, comencé a actuar sin recordarla. Comencé a ser auténtico y a caer por ti, irremisiblemente. Te vi, de igual forma, prestando más atención a aquellos detalles muy míos; la música, las migalas, la fascinación por el aroma nocturno, el mar y la tinta. En algún punto, pensé en mandar al carajo esta farsa y ser feliz a tu lado. Sin ella, sin su pueril y destructivo último deseo. Pero, Andrea... aquello no es sencillo cuando durante sueños un fantasma de largos cabellos te atormenta y presiona tu pecho. Andrea, si yo no me entrego, ella va a arrastrarme. Aquel primer encuentro en la bañera fue interrumpido por Renee y sus celos de los dos. ¡Lo sé, yo lo sé!

Entonces, habiéndote enamorado ya e incluso tras devolverte la inspiración que buscabas, mi misión culmina con un bien para los tres. Tú, artista; ella, amada; yo... tranquilo. O eso creo. ¿Sabes? Hace una o dos horas estuve a punto de acuchillarte. Te drogué sin que lo notaras y pensaba asesinarte para después suicidarme, pero... no. Aquello solo hubiera incrementado el infierno, sin contar lo injusto que sería para ti.

Y tras exponerte mis motivos, me despido. Renee me espera ansiosa, aunque yo no quiera... aunque hubiese preferido vivir contigo para seguir maullando en la azotea. Te amo, Andrea, te amo, te amo, te amo, eso no lo dudes jamás. Ahora usurpo el lugar de mi hermana y declaro estos sentimientos sinceros. Te agradezco por todas tus atenciones. Disfruté mucho los vinos y tu cálido sexo también. Nunca nos olvides; sobre todo, egoístamente, a mí. Algún día nos volveremos a encontrar... y más rápido si es que continúas fumando tanto.

Con toda la pasión que cabe en un esqueleto azul,

Balthazar Lee


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