El bailoteo nervioso de las velas del candelabro crecía y menguaba de manera oscilante al igual que el tremolar de unas banderas al viento; a su alrededor, las sombras, ya huidizas, ya ensoberbecidas, pululaban por las esquinas del aposento como si estuvieran vivas.
El aroma de la cera derretida, tan dulce, tan peculiar, invadía la angosta estancia y volvía el ambiente cálido y seductor.
El silencio imperaba, pues el rasgar seco de la punta del cálamo sobre el papel no lograba mitigar la sensación de quietud. El cálamo, una larga pluma cobriza de avutarda con plumín de plata, iba y venía en un movimiento perpetuo, tembloroso, turbado. Cada poco tiempo el delgado plumín se hundía en la tinta, oscura como azabache, para continuar con el duro trabajo esa noche calmosa y estrellada.
Gianni Battista della Porta estaba en vela como tantas y tantas otras madrugadas pasadas. Y como en otras ocasiones, su pluma era un sempiterno bailar de palabras e ideas, de dibujos y pensamientos. No dormía, no descansaba y, por ende, poco a poco se consumía. La criada, harta de lanzar al aire advertencias que por nadie eran cogidas, había desistido de hacer razonar a su señor. Muchas noches hacía que ni siquiera se molestaba en reprocharle a micer Gianni su falta de sueño. Así acontecía, que luego con la venida del amanecer, el esforzado erudito tenía más somnolencia que una camada de cachorros junto a un brasero encendido.
Pero no importaba. Gianni continuaba con el trabajo pasara lo que pasara. Y esa noche no iba a ser expresamente distinta. Sentado en una butaca de mullido damasco aturquesado ante el escritorio, ante sí se desplegaba un sinfín de papeles —ya notas, ya esquemas, ya fragmentos de estudios—, de plumas y cálamos —unos de hueso o madreperla, y otros de avutarda o corneja—, de botes de tinta —ya gastados, ya nuevos—, y de libros que para cada ocasión eran o no consultados.
El buen Gianni, siempre tan atribulado por sus propias reflexiones, se hallaba prácticamente sepultado entre toneladas de libros; manuales y tratados, códices y diccionarios se contaban entre sus predilectos, en especial los dedicados a las ciencias ocultas. ¿Para qué, si no, trataba de establecer un método de adivinación de la personalidad a través del cuerpo humano?
Su última obra precisaría una extensa serie de grabados para ilustrar sus investigaciones al respecto. De hecho, uno de los mejores grabadores napolitanos, de nombre Filippo Milanesi, ya le había hecho unos cuantos. Pero antes era menester dibujarlos, y nadie salvo él, que conocía sus propias ideas, podía hacerlo. Milanesi tan solo se ocuparía de copiar en grabado el dibujo original.
De Humana Physionomia estaba prácticamente terminado. No faltaban más que los grabados —algunos de los cuales ya tenía en su poder para cuando hubieran de maquetar y editar toda la obra— y alguna que otra definición. Empero, la definición más importante continuaba tan fuera de su alcance que temía no ir a encontrarla nunca: la de la mujer perfecta, la ideal, aquella que de manera universal e incuestionable podía ser bella, y de hecho debía forzosamente serlo.
En más de una ocasión, durante esas últimas horas de insomnio, había pensado en las palabras de su fámulo, Aroldo el Salvestrino. ¿Y si la perfección, como había asegurado, dependía expresamente de los ojos que se usasen? Había millones de pares de ojos repartidos por el mundo, tal vez hasta decenas de millones. ¿Acaso era posible que para todos esos ojos hubiese una belleza perfecta, y ni una más?
No quería caer en banalidades, en lo superficial o en lo fácil. Resultaba harto sencillo asegurar que la mujer perfecta era alta, grácil y de carnes redondeadas. En todas partes podría decirse que la mujer de tales características era perfecta. Sin embargo, era demasiado simple.
Y además llevaba añadida la problemática de la bestia a la cual asignarle su semejanza. Ya había usado antes animales como cerdos, cabras o leones. El hombre parecido al cerdo era, por norma general, desagradable a la vista; el parecido a la cabra, dependiendo del caso, podía ser hermoso u horrendo. El hombre semejante al león era el que podía considerarse perfectamente bello. El león gozaba de poderío y prestancia, de un cuerpo vigoroso y de una elegancia excepcional.
ESTÁS LEYENDO
De Humana Physionomia
Historical FictionItalia, año 1586 Gianni Battista della Porta es un dramaturgo napolitano que busca la definición de la mujer perfecta. La búsqueda es infausta. Su criado, Aroldo Corsini, está convencido de que, si conociera a su hermana, Gianni daría con su idea de...