La casa de Gianni Battista della Porta se encontraba en el antiguo barrio napolitano de Trebbio, en la Piazza Gaetano, junto a la iglesia gótica de San Lorenzo Maggiore. El abuelo de Gianni, Ambrogio, había trabajado en la construcción del campanario entre 1487 y 1507, y a menudo le había hablado a su querido nieto acerca de las peripecias sufridas durante las obras. Pero Ambrogio había muerto hacía muchos años, y las historias del campanario de San Lorenzo Maggiore se habían extraviado en algún rincón de su memoria.
Desde el ventanal de su estudio de la Piazza Gaetano, Gianni podía disfrutar de unas magníficas vistas del campanario y de la portada, con una puerta de madera original de 1325.
Y hasta allí mismo había llegado Allegra la Salvestrina, invitada por el erudito, días después de la fiesta en su palacete de la Vía Rovetta.
—¿Qué os impulsó a empezar a escribir ese tratado de fisionomía, micer della Porta? Cualquier otra temática os habría resultado indudablemente menos tediosa.
—No hay satisfacción alguna en escribir algo para lo que no se requiere mucho esfuerzo —dijo Gianni con toda naturalidad—. No estaría contento al acabar una obra por la que no he sudado.
—No he dicho que no requiráis esfuerzo para escribir vuestra obra, pero tampoco habéis de perder el sueño —comentó Allegra—. Existe un término medio entre el exceso de esfuerzo y la carencia de él.
—El término medio aristotélico, exactamente. La virtud de encontrar la armonía y el equilibrio entre el exceso y el defecto. —Suspiró—. He de confesaros que este tratado —señaló el libro que tenía sobre el escritorio, mirándolo amoroso como si se tratase de un niño muy querido— me está dando más quebraderos de cabeza de lo que planeé en un principio. De haber sabido todas las problemáticas a las que ahora me estoy enfrentando, es posible que no hubiera decidido escribirlo. Demasiados callejones sin salida.
Allegra se llevó la taza de café a los labios y dio un tímido sorbo. El líquido caliente bajó por su garganta y entibió su estómago de forma deliciosa.
—Mi hermano me contó algunos de vuestros tropiezos —explicó—. Tenéis mucho tesón.
—Lo tomaré como un halago. Muchas gracias, señora.
—El tesón en ocasiones es pernicioso, micer. Es menester saber siempre cuándo huir y cuándo batallar.
—Esa es una gran verdad. No creo estar equivocado al obstinarme en querer terminar mi tratado.
—El otro día no terminasteis de explicar cuál era esa definición que os faltaba por encontrar.
—La definición de la mujer perfecta, señora —comentó Gianni—. Cómo es su cuerpo, cómo es su rostro, qué animal es capaz de representarla mejor…
—Deduzco, por lo que decís, que ya habéis encontrado la definición del hombre perfecto.
—No falláis.
—¿Cómo la encontrasteis?
—Observando a las bestias de los funambulistas que van a la Piazza dei Biscottari. Encontré en el león al mejor animal para representarlo.
—No así la leona para la mujer perfecta.
—Exactamente. La leona no puede representarla.
—¿Y habéis pensado en una bestia parecida a la leona, sin serlo? —Allegra dejó la taza en una mesita cercana y recorrió la distancia que le separaba de Gianni, terminando frente a él—. El leopardo, el lince, el gato montés…
—Bien sabe Dios que he pensado en todos los que enumeráis, pero en todos hallo algo que me descontenta. El leopardo es demasiado flaco. El lince es pequeño y esquivo, y no hablemos del gato montés. Si dijera en mi obra que las mujeres son como gatas tendría la polémica más que servida. Sería como decir que son mundarias.
—Entonces estáis perdido —resumió Allegra, volviendo la faz y el torso hacia la ventana. Desde allí se contemplaba el campanario de San Lorenzo Maggiore, esbelto y dorado como una aguja de oro recortada en el azul del cielo.
—Me temo que sí —afirmó Gianni, el tono tan abatido que por un instante conmovió a Allegra.
Pasaron algunos minutos de silencio que resultaron eternos. En el exterior, los vencejos, nutridas bandadas de ellos, lanzaban sus agudos gritos al aire y jugaban a atrapar insectos al vuelo que les sirvieran de alimento. Los chillidos, heraldos de un cambio de tiempo en breve, rasgaban la quietud de las calles y, en la lejanía, la mustia campana de la iglesia de Santa Chiara tocaba a muerto.
—¿Y qué me decís de la pantera, micer della Porta? —preguntó Allegra de sopetón. Gianni desvió su mirada, pletórica en asombro, hacia la Salvestrina.
—¿Perdón, señora?
—Una mujer perfecta podría ser como la pantera. Tiene el cuello fuerte y alargado, la espalda larga y elegante, y los costados ni hundidos ni prominentes. Además es una bestia grácil, se mueve con rapidez y desaparece sin ser vista.
Gianni no pudo decir una sola palabra hasta pasado un instante de honda turbación.
—La pantera… —masculló—. ¡Ah, musas, que llegáis cuando todo parece perdido! —Se acercó a uno de los tres estantes que había en las paredes del estudio. Paseó los ojos por el lomo de cada libro y escogió, al cabo de un rato, un grueso ejemplar de tapas de cuero. Lo llevó al escritorio, lo dejó caer pesadamente entre papeles y plumas, y lo abrió. Bajo la atenta mirada de Allegra, el estudioso revisó el índice como si una fuerza invisible se hubiera apoderado de él.
—¿Qué andáis buscando, micer?
—Un grabado de la pantera, señora —contestó Gianni sin mirarla—. Es posible que hayáis resuelto por mí el problema que me impedía acabar mi obra.
—¿Lo estáis diciendo en serio?
—No podría decirlo más en serio. —Pasó páginas y páginas, escrutando enloquecido cada grabado y descripción, hasta dar con la que quería: la pantera. En el grabado, aquella criatura era tal cual Allegra la había descrito: cuello largo y no obstante poderoso, espalda torneada y elegante, costados redondeados pero no abultados, ni hundidos ni planos por completo. El cuerpo de una mujer perfecta podía muy bien estar representado por el de una panera. De hecho, parecía la bestia ideal. La adecuada. La bestia perfecta.
—Allegra, por favor —dijo Gianni, cogiendo tinta, cálamo y papel a toda prisa—, repetidme lo que habéis dicho acerca de la pantera.
La Salvestrina necesitó unos momentos de reflexión.
—La mujer perfecta podría ser como una pantera: posee un cuello fuerte y alargado, la espalda es larga también, y las partes alrededor de los costados son casi planas, ni salientes ni hundidas.
Gianni hundió la punta del cálamo en la tinta recién abierta, la posó sobre el papel y comenzó a transcribir con rapidez maestra las palabras dichas por la Salvestrina.
—Vuestro hermano tenía razón, mi señora.
—¿Respecto a qué?
—Él me dijo que vos podríais ayudarme a concluir mi tratado.
—¿Y es así?
—Para mi total sorpresa, así es.
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De Humana Physionomia
Historical FictionItalia, año 1586 Gianni Battista della Porta es un dramaturgo napolitano que busca la definición de la mujer perfecta. La búsqueda es infausta. Su criado, Aroldo Corsini, está convencido de que, si conociera a su hermana, Gianni daría con su idea de...