El segundo relato poético de Dión de Nápoles causó tal revuelo en toda la región que no había persona, ya fuera noble o pataca, pudiente o paupérrima, que no conociera la historia, tan escandalosa como atrayente. Todas las bocas hablaban del panfleto de Dión el napolitano, y por doquier se lanzaban hablillas sobre su posible identidad, su origen y su paradero. No había reunión en la que no se charlase de él y de sus personajes, de la mundaria Maximila y de Alejandro el sacerdote de Lecce, de la pérfida Canidia, de las tres brujas en el claro del bosque, y del pobre embrujado, Quintilio Varo. Las damas, con la boca grande, aberraban de tales historias pero en secreto las admiraban. Los miceres y caballeros, simplemente, querían leer algo más del escritor desconocido. Miles de hipótesis circulaban por aquellos días, y ninguna terminaba de aceptarse. El editor de Salerno, Domenico delle Rosine, no abría la boca respecto a su enigmático escritor, y por más que se le pedía que revelase su nombre, él más silencio guardaba.
—Me resulta asombroso el éxito que ha cosechado Dión de Nápoles de un tiempo a esta parte, micer —comentó Aroldo mientras caminaba, junto a Gianni, rumbo a la Vía Rovetta. Allegra Corsini había invitado a hospedarse allí a un conocido músico y compositor que, a pesar de su corta edad —pues no contaba más que diecinueve primaveras— ya gozaba de grandes admiradores por toda Italia. Y ese día tal vez diera un recital.
—No más curioso te resulta a ti que a mí, Aroldo —dijo Gianni con cara de indecisión—. ¿A qué puede ser debido?
—Eso es sencillo: son poemas fáciles de leer, picantes, atrevidos y escandalosos. Decidme por qué no habrían de gustar a la gente.
—Precisamente por ser lo que son.
—No estoy de acuerdo. Un escrito tiene más éxito conforme más truculento y corrupto sea. Con Maximila y Alberoni eso vino a pasar, que al ver el lector que pecaban dentro de un confesionario nada le pareció más gracioso. ¿Es que no lo es? Admitámoslo, micer: la oscuridad nos atrae tanto como las flores a los abejorros. No podemos evitarlo. Las cosas pudorosas, cándidas y sin grandes pasiones apenas nos interesan.
—Estoy por pensar que llevas toda la razón.
—Además pensad como si fueseis un lector más: ¿Acaso os entretiene una historia en la que no hay tribulaciones, ni penas, ni ciertas perversidades?
—No, ahora que lo dices. Es cierto que no me entretiene ese tipo de historia ni lo más mínimo.
—Entonces ya os habéis contestado vos mismo. —Aroldo sonrió, se acercó a la puerta del palacete de su hermana y golpeteó tres veces. Una criada rolliza con cara de no haber descansado durante la noche les recibió.
—Buenos días, miceres —dijo, la voz cansada y los hombros bajos—, mi señora os espera. Micer Monteverdi y ella están en el salón de música.
—Muchas gracias, Flaminia —contestó Aroldo, que junto a Gianni fueron conducidos por las suntuosas entrañas del palacete hasta el llamado salón de música, que se emplazaba en parte del invernadero de cristal, en la parte trasera del edificio.
La luz del sol se tamizaba en blanco perla cuando penetraba por los cristales del invernadero, y en tímidos algarazos terminaba por posarse en las plantas que allí había. Se encontraba allí también un clavicémbalo lujosísimo, con marquetería e incrustaciones de carey y madreperla. Unos dedos jóvenes y expertos estaban tocándolo: un muchacho delgado de cabellos castaños, amplia lechuguilla almidonada y vestes negras. Junto a él estaba Allegra, tan bella como siempre, ataviada con una gonela de color azul profundo y un garvín negro con pedrería de azabaches.
—Micer Gianni Battista della Porta y vuestro hermano Aroldo, mi señora —presentó Flaminia sin ampulosidades.
—¡Ah! Ya están aquí mi querido hermano y el ínclito escritor della Porta —dijo la Salvestrina, acercándose a los dos hombres y haciendo una reverencia incitadora—. Por favor, sed bienvenidos. —Se volvió hacia el joven caballero, que acababa de levantarse—. Deseo presentaros a micer Claudio Monteverdi, un gran músico y compositor de nuestro tiempo. —Dirigióse entonces al muchacho—. Micer Monteverdi, estos son mi buen hermano Aroldo y micer Gianni Battista della Porta.
—Mucho gusto en conoceros, miceres. —Más reverencias de frívola cortesía—. Micer della Porta, he oído hablar de vos y he leído algunas de vuestras obras. Desde luego sois un gran escritor, didáctico, concienzudo y muy erudito. Os debo dar mi más sincera enhorabuena por vuestro encomiable trabajo.
—Me halagáis en grado sumo, micer Monteverdi —dijo Gianni, que había empezado a ponerse nervioso de manera súbita por algo que ni él mismo se avenía a reconocer—. He de decir yo también de vos que vuestras composiciones musicales son de una belleza extraordinaria; os felicito.
—Gracias mil, micer.
—Precisamente micer Monteverdi y yo estábamos hablando hace unos instantes acerca de sus hermosos madrigales amorosos —intervino Allegra.
—¿Sus madrigales amorosos? —Gianni lo miró ceñudo—. ¡Ah, sí! Claro.
—¡Mas adivinad una cosa! Micer Monteverdi ha traído escrito un madrigal expresamente para mí.
—Extraordinario. —Su inquietud incomprensible por fin tuvo su nombre y su origen: celos. Gianni había estado empezando a sentirse celoso de Monteverdi desde el mismo momento de ver su lozana juventud, su bonita barba recortada y su complexión elegante, atlética y liviana.
Al fin y al cabo era un buen rapaz, y Gianni un pobre escritor llegado a los cincuenta inviernos con los achaques de un viejo verde. Reconoció su derrota de inmediato. Allegra era casi tan joven como Monteverdi, hermosa como ninguna otra mujer a la que jamás hubiera visto, la gloriosa y maldita mujer que al mismo tiempo le había ayudado a terminar su última obra, a reconocer su valía como escritor de otros géneros a través del nombre de Dión de Nápoles, y a entender allí mismo, in situ, de sopetón, que, ni más ni menos, había sido un derroche de estulticia el pensar siquiera que podía haber estado enamorada en algún momento de él. Había jugado y había ganado.
Y ahora estaba haciendo lo mismo con Monteverdi.
—El madrigal de la Salvestrina —dijo el muchacho, bien orgulloso pero también vergonzoso—. Mi señora me aconsejó que tratase de dedicar un madrigal a una mujer en concreto, pues las palabras fluyen con mayor facilidad. Y así ha sido.
El madrigal de la Salvestrina. Las palabras de Monteverdi acuchillaron los oídos y el alma de Gianni. ¿Cómo podía aquel jovenzuelo estar tan ciego, tanto como lo había estado él hasta ese mismo instante?
—¿Os apetecería escucharlo? —preguntó Allegra, eufórica, mientras llegaba de nuevo al silencioso clavicémbalo.
—Por supuesto que sí —accedió Aroldo gustosamente.
Sin embargo, Gianni había empezado a sentirse espantosamente mal. Una terrible pesadez a la altura del pecho le impedía respirar con normalidad. Era la pesadez de la pena, de la pérdida y del desengaño. Se había creado tantas ilusiones, tantos sueños, tantas fantasías… Allegra habría de ser quien inspirara todos y cada uno de sus escritos a partir de ese momento, su musa y su guía, la discreta consejera de Dión de Nápoles.
Dión de Nápoles, el falso escritor enamorado. Casi le dieron ganas de echarse a reír de su propia necedad.
—Yo he de marcharme —dijo entrecortadamente. Todos los presentes se alarmaron, incluida la Salvestrina.
—¿Qué os ocurre? —preguntó—. ¿Os encontráis mal?
—No me encuentro mal, pero tampoco expresamente bien.
—Micer, se os ha demudado el rostro —valoró Monteverdi, extrañado.
—No es nada —negó Gianni—, tan solo necesito descansar. Eso es todo. Solo descansar.
—¿Precisáis que os acompañe? —se ofreció Aroldo.
—No, mi buen Aroldo. Tú quédate y disfruta del día con tu hermana y Monteverdi.
Y dicho aquello abandonó la casa de la Salvestrina casi a todo correr.
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De Humana Physionomia
Historical FictionItalia, año 1586 Gianni Battista della Porta es un dramaturgo napolitano que busca la definición de la mujer perfecta. La búsqueda es infausta. Su criado, Aroldo Corsini, está convencido de que, si conociera a su hermana, Gianni daría con su idea de...