8.- El placer de confesarse

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Aconteció, no mucho ha,

en la ínclita ciudad de Lecce,

que una muchacha de veinte primaveras

llamada Maximila, la atención llamaba

de fodudínculo y de rapaz.

Y era su madre quien sin cesar repetía:

—¡Maximila, Maximila, que por bella

te excedes en tus quereres!

En embustes no caía, pues Maximila,

sabedora de sus encantos,

con más saña buscaba

que joven y viejo en ella

fijasen la mirada.

Día tras día pasaba

entre lisonjas y palabrerías,

como abeja que de flor en flor fuese

sin llegar nunca a probar la calma.

Llegó por entonces un nuevo cura

a la iglesia de Santa Croce,

en la excelsa Prefettura,

un hombre joven y apuesto

en quien la chica fijó la vista.

«¡A este he de yo apresarle

aunque me cueste la vida!»

se dijo Maximila con mente clara.

Por más de diez veces

probó a charlar con Alberoni,

y en las veces que tentó,

nada en claro sacó,

tan solo buenas palabras

y alguna que otra desilusión.

Mucho no hacía que en Santa Croce

los albañiles y canteros

habían estado cambiando

muros y pilares y columnas

del convento celestino,

y a todos conocía Maximila

por haber recibido de ellos

un presente en el lecho o dos.

—¡Ay, Vicenzo! —se lamentaba

viendo pasar los días

sin que Alberoni diera

muestras de atención—.

¿Qué es lo que puedo hacer

para que este cura, ¡este cura

con piedras en el corazón!,

fije en mí los ojos,

y con los ojos su amor?

—Pues siendo joven como es —

dijo el albañil Vicenzo,

con su empacho de plácido bribón—

De Humana PhysionomiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora