7.- Hesperus cambia de color

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El nuevo editor que Gianni había hallado para su panfleto se encontraba en Salerno, al sur, a orillas del golfo homónimo. Su casa se encontraba exactamente en la concurrida Vía Duomo, muy cerca de la catedral de San Matteo. Según sabía, tal catedral, una gigantesca mole de sillar dorado que parecía ser lo más emblemático de la ciudad, había sido construida entre 1076 y 1085 a orden del normando Robert Guiscard. Si el editor tenía su morada en tal calle, en verdad debía ser un hombre cuanto menos acaudalado. Domenico delle Rosine, así se llamaba.

Y Gianni había viajado con Aroldo durante tres días, apenas sin descansar, yendo de fonda en fonda y transitando por caminos, ya viejos, ya nuevos, con el fin de poder plantearle el proyecto. Tal vez, pensó, haya suerte.

—Nunca antes había estado en Salerno —dijo el criado, el tono de voz maravillado y los ojos como platos, observando todo en derredor como un infante.

Era cierto que una ciudad meridional como esa bien merecía toda la admiración del mundo. Era límpida, de calles unas amplias y otras sinuosas, inevitables vestigios tanto de su pasado grecorromano como medieval. Los palacetes tenían las fachadas aseadas y las plazas recogían el atávico esplendor de otros tiempos.

—Yo tampoco, amigo Aroldo, pero no parece un mal lugar para echar raíces —dijo Gianni.

—Micer, a propósito de raíces: he estado queriendo haceros una pregunta desde que salimos de Nápoles.

—Adelante pues.

—¡Por qué elegisteis el seudónimo de…? Es decir, ¿qué os lleva a llamaros así?

—Por Hesperus.

—¿Por Hesperus?

—Venus, amigo mío. Dión de Nápoles proclamó en tiempos de Ogiges que Venus cambiaba de color y de trayectoria. Y aprovechando que era paisano nuestro, no vi mejor nombre que ese. Pretendo simbolizar con esto que Venus, el amor, tiene muchos colores. Y así lo haré ver en mi panfleto.

La Vía Duomo parecía una calle inmejorable para pasear y maravillarse tanto de la catedral como de los palacetes y las casas señoriales que la poblaban. Había niños corriendo de un lado para otro, lanzando al aire risas y alaridos como una bandada de revoltosos gorriones que riñeran por unas migas de pan.

La casa de Domenico delle Rosine, para sorpresa del erudito, era pequeña y tortuosa, apenas una hornachuela comparada con los suntuosos edificios de alrededor.

—¿Estáis seguro de que es aquí? —Aroldo le lanzó a su maestro una mirada suspicaz.

—Completamente seguro. —La voz de Gianni evidenció cualquier otra cosa menos convicción. Se acercó a la humilde puerta, cogió la aldaba —una aldaba vieja y herrumbrosa— y golpeteó débilmente. En el interior, una voz fatua y cavernosa, se dirigió a ellos.

—Adelante, está abierto.

Empujaron la puerta. El aroma a tinta y a papel, a libros antiguos, a lacre, a cera derretida y a incienso impregnaba el aire de toda la casa. La luz que entraba por la claraboya del techo del zaguán era insuficiente para iluminar todos los rincones, y por doquier se veían palmatorias y candelabros encendidos que combatían las sombras de la estancia.

Y allí estaba Domenico, un anciano encorvado de sobretodo color arcilla y largos pero ralos cabellos blancuzcos, semejantes a telas de araña. Sus ojos eran pálidos y acuosos, y su nariz ganchuda como el pico de un halcón.

—Vos debéis ser Gianni Battista della Porta —dijo, con la misma voz cansada de antes.

—El mismo, micer —corroboró Gianni—. Soy yo quien os escribió hace unos días pidiendo que me recibierais.

—Pues vive Dios que ya os he recibido —soltó el viejo Domenico en tono de mofa—. Por favor, pasad a mi estudio. No pretendo teneros de pie durante el tiempo que estemos conversando. —Se dio la vuelta y comenzó a caminar renqueante por un largo y serpenteante pasillo situado al fondo del zaguán. Amo y criado fueron tras él.

El estudio se hallaba al final del zaguán, tras una puerta doble de madera carcomida. Nuevos candelabros de bronce daban luz al lugar, una magnífica estancia cuajada de estanterías con libros y papeles, unos viejos, otros relativamente nuevos. Los suelos, de grandes baldosas blancas y rojas, estaban cubiertos por alfombras de origen oriental y pieles de corzo, gamo o alce. Había también un antiguo escritorio de castaño a rebosar de cálamos y botes de tinta. Al fondo, una puerta cerrada, silenciosa, enigmática en su mutismo.

—Bien, micer, tomad asiento. Y vos también. —Miró a Aroldo y fue hasta el escritorio, sentándose tras él en una butaca de tapicería color vino. Los dos hombres también se sentaron, ante el anciano editor—. En vuestra carta me explicabais vuestro proyecto de editar cierta obra de reducidas dimensiones, ¿no es verdad?

—En efecto, micer delle Rosine. Una gaceta o un panfleto.

—¿De qué escrito estamos hablando?

—De un relato, micer. Un relato en poesía con tintes escandalosos.

Domenico arrugó las cejas en un gesto de clara extrañeza.

—Vos no acostumbráis a escribir tales cosas.

—Lo sé, por eso mismo acudo a vos. Mi editor de Nápoles no sería precisamente discreto, y eso me generaría muchos problemas.

—De modo que buscáis el anonimato.

—A poder ser.

—¿Habéis elegido un seudónimo?

—Todo está aquí. —Gianni señaló una pequeña carpeta que llevaba bajo un brazo—. El relato está completo y al final la firma correspondiente: Dión de Nápoles.

—¿El astrólogo de Varrón?

—El mismo que viste y calza.

—Muy bien, micer —dijo Domenico, acomodándose en su butaca—, dejad que le eche un vistazo a esa historia.

—¿Qué se os ocurre que podríamos hacer con ella? —Le dio la carpeta y observó cómo el editor la abría para empezar a inspeccionar cada papel de su interior.

—Pues supongo que podríamos fijar un contrato de edición bastante aceptable. Tened en cuenta que este tipo de literatura está muy demandada de un tiempo a esta parte. Mis distribuidores ya se quedan cortos.

—¿Así que pensáis que podría tener éxito?

—Primero he de leerlo, pero conozco vuestro buen nombre, micer della Porta. No creo que sea un mal escrito. Permitidme que lo lea y os daré un veredicto.

—¿Pensáis leerlo ahora mismo?

—¿Por qué no? —preguntó Domenico—. A mi edad lo único de lo que se goza es de tiempo libre. Si lo deseáis podéis ir a la cantina de Leone Carafa. Está a la vuelta de la esquina. Volved a media tarde y os explicaré mi idea respecto al relato.

—Está bien, micer. Como digáis. 

De Humana PhysionomiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora