El tinel estaba en una estancia amplia y bien iluminada tanto por una multitud de candelabros como por la luz natural del sol, que entraba en pródigos torrentes a través de un gran ventanal vidriado situado al fondo. Y aquella luz resultante, mezcla de dorado y azul, aún hacía resaltar más la extraordinaria belleza de la Salvestrina, que presidía la larga mesa y charlaba con los comensales con una familiaridad encantadora.
Gianni contemplaba una y otra vez el rostro y el cuerpo de la joven Allegra Corsini. Observaba sus proporciones armónicas y suaves, los contornos de sus estrechas caderas, ni planas ni abultadas, la delicadeza de sus hombros desnudos, la exquisita redondez de sus pechos, escondidos y apretados en el tentador escote del brial, la recta línea de su espalda, insinuante y terriblemente bella, apenas esbozada bajo el lampazo púrpura. Se deleitaba con la tierna esbeltez de su cuello moreno, con los cobrizos reflejos que su cabello oscuro despedía, y sus ojos, a la vez dorados y grises, astutos y cándidos por igual, podían con facilidad ser la perdición de los soñadores.
—Micer della Porta —dijo de pronto la anfitriona, volviendo su mirada, ávida de entretenimiento, hacia el erudito. Él se sintió desfallecer por un momento; Allegra estaba centrando en él no solo su atención, sino la de todos los presentes—, tengo entendido que estáis trabajando en una nueva obra.
—Así es, mi señora —contestó Gianni, poniendo un especial cuidado en no atragantarse por los nervios.
—Mi buen hermano aquí presente me ha hablado de tal obra. Parece que tenéis ciertas complicaciones para terminarlo.
—No son varias, mi señora, sino solamente una, tal vez la más grabe con la que me haya topado desde que tengo edad y raciocinio para escribir.
—¿De qué dificultad estáis hablándonos, micer? —preguntó el joven Lucano Barbera entre risas de mofa—. Y por el amor de Dios, tratad de no parecer estar hablando de problemas pudendos.
Melegnano y su mujer, ambos respetables nobles de Nápoles, estallaron en carcajadas bobaliconas. En cambio, Aroldo y Gianni permanecieron circunspectos. Pero quien sin duda marcaba la mayor diferencia era Allegra: lejos de burlarse, su ceño fruncido y sus labios, húmedos de rojo Gragnano, decían a todas luces que estaba verdaderamente interesada en el tema.
—¿Problemas pudendos? —resolvió Gianni, apenas inmutado por la torpeza de Barbera, añadiendo—: No, nada de eso, mi buen amigo. Esta dificultad sobrepasa con mucho todas las que algo tienen que ver con la entrepierna, aunque algunos de los presentes no logren ver más allá de ella.
Risas y sonrisas se apagaron casi de sopetón; Barbera enrojeció de vergüenza y su mujer, una muchacha descerebrada que no distinguía loa de calvatrueno, bajó la mirada tanto que pareció hundirse en su butaca.
—Claro está que no se trata de un problema de esa índole —intervino Allegra, poniendo fin a las leves discrepancias que habían surgido como de la nada—. Por favor, micer, hacednos la merced de ilustrarnos.
Gianni se paseó la lengua por los labios y perdió la vista en la profundidad del comedor, quizá extraviándose en la profundidad misma de sus pensamientos.
—Para terminar mi tratado, señora, necesito encontrar una definición que por el momento está oculta a mis ojos.
—El vuestro es un tratado sobre fisionomía, ¿no es verdad?
—Verdad decís, señora.
—¿Conocer la personalidad a través del físico? —preguntó Melegnano, ceñudo, en tanto se servía otra copa de Gragnano—. Eso podría considerarse superchería.
—No es cierto, micer —interrumpió Aroldo, fogoso—. A todos nosotros se nos puede conocer no solo por nuestras palabras e ideas, sino por nuestro físico, por nuestras maneras de actuar y de movernos. Todo ser humano puede delatarse a sí mismo.
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De Humana Physionomia
Historical FictionItalia, año 1586 Gianni Battista della Porta es un dramaturgo napolitano que busca la definición de la mujer perfecta. La búsqueda es infausta. Su criado, Aroldo Corsini, está convencido de que, si conociera a su hermana, Gianni daría con su idea de...