La Vía Rovetta se encontraba en la zona más septentrional de Nápoles, en una especie de elevación natural del terreno, desde donde podían verse los alrededores de la ciudad, especialmente Camaldoli y su regio monasterio. Para llegar hasta allí era preciso atravesar la Piazza Trinità Maggiore y pasar ante la iglesia gótica de Santa Chiara, que aún andaba reconstruyéndose tras el grave terremoto del año 1456.
—Micer, no imagináis cuánto me alegro de que aceptarais la invitación de mi hermana —admitió Aroldo, tan ilusionado como un infante al recibir un juguete nuevo.
—Pocas ganas tenía, Aroldo —dijo Gianni—, pero tu hermana me invitó con todo su afán, y me pareció ordinario rehusar un ofrecimiento tan desinteresado.
—Yo no aventuraría a decir que sea desinteresado. Al fin y al cabo yo le hablé de vos y de vuestro tratado. Tal vez espere poder ayudaros y recibir algo a cambio.
—Ahora es cuando me haces dudar de seguir caminando o dar media vuelta. —Sus pies parecieron clavarse en el empedrado de la calle.
—No, micer. —Pareció alarmarse—. He dicho una nadería. Perdonadme. Estoy convencido de que os agradará conocer a mi hermana. No variéis el rumbo ahora.
La curiosidad por saber qué tipo de dama era Allegra Corsini se hizo más fuerte que su súbito resquemor.
—Bueno, pero si a consecuencia de todo esto surge algún perjuicio, tú serás el máximo responsable.
—Vale la pena arriesgarse —dijo Aroldo, más calmado.
Cruzaron de lado a lado la Piazza Trinità Maggiore, junto a la iglesia aún a medio restaurar, donde canteros y aparejadores, subidos en los andamios, trabajaban como cada mañana por darle un mejor aspecto a la destruida fachada. Ascendieron juntos por un callejón en cuesta hasta la zona norte de Nápoles, desembocando en la Vía Rovetta, una calle larga y despejada con unas hermosas vistas de los contornos. A lo lejos se divisaba el gran monasterio de Camaldoli y, más allá, el propio pueblo.
—Allí es —dijo Aroldo, señalando hacia la bonita casa de la parra, que gozaba de un tupido follaje de hojas verdes, tan grandes como manos. Las contraventanas, pintadas de azul grisáceo, estaban abiertas de par en par, y las tres chimeneas humeaban; el olor del humo indicaba que alguien, en el interior, estaba preparando carbonada de buey, sin duda para añadir al pequeño banquete que Allegra Corsini tenía el gusto de celebrar.
—Avisaste a tu hermana, ¿verdad?
—¿Acerca de qué, micer?
—De que veníamos.
—Por supuesto. De hecho nos estará esperando ya. Casi es mediodía.
—¿Cuántos invitados más habrá?
—Creo que solo dos más, micer.
—¿Quiénes?
—Salvatore Melegnano, micer, y también Lucano Barbera. Vendrán con sus esposas, es de esperar.
—¡Ah! ¡Cuántas veces he envidiado a mis conocidos casados! Ellos, como bien aseguras, tal vez hayan encontrado por su cuenta y riesgo la belleza femenina más perfecta según su parecer.
—No estoy muy seguro de que el matrimonio sea expresamente una consecuencia del amor. En multitud de ocasiones hemos visto casamientos infortunados tan solo por banales conveniencias. Y todos ellos terminan siendo auténticos fracasos. El amor desaparece cuando el interés sojuzga a la generosidad.
Gianni llevó los ojos con estupefacción a su criado Aroldo.
—Eso es, Aroldo —admitió, acariciándose el barbado mentón mientras sus pasos les llevaban ante la puerta del añejo caserón—. El amor jamás ha de ir unido a ningún tipo de interés, salvo el interés de la felicidad mutua, que es la más loable de las empresas que en esta vida se pueden llevar a cabo.
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De Humana Physionomia
Historical FictionItalia, año 1586 Gianni Battista della Porta es un dramaturgo napolitano que busca la definición de la mujer perfecta. La búsqueda es infausta. Su criado, Aroldo Corsini, está convencido de que, si conociera a su hermana, Gianni daría con su idea de...