Preludio

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Kaliningrado, 1947

Siempre me han gustado los conejos de nieve, así como Gilbert  


El menor transitaba el jardín, ocultaba su cuello tras una bufanda pues por extraña razón el frio había atacado la ciudad, realmente Königsberg tenia un clima cálido por ser un enclave cerca del mar báltico pero cuando ese auto se detuvo tras el portón el frio había calado hasta los huesos, el pequeño odiaba el frío, le recordaba esa noche, cuando fue tomada la ciudad, mientras huía con su madre cuando ella fue liberada del sufrimiento, su progenitora era hermosa y varios soldados lamentaron su muerte llamándola botín de guerra si siguiera viva. Un estornudo escapó de sus labios manchando de saliva la pequeña bufanda de su compañero, miró aquel líquido, carcajeó internamente el recuerdo de su hermano menor le floreció a la memoria, no pensaba en él desde hace mucho tiempo, pues el infante solía enfermarse con tanta facilidad que siempre lo mancillaba de fluidos de su boca o nariz, los recuerdos abarrotaron su cabeza junto con miles de preguntas sobre su padre y hermano, esperaba que estuvieran bien, vivos y con una gran vida a diferencia de la propia.

Siempre me han gustado los conejos de nieve, así como Gilbert— Esas palabras aparecieron en sus oídos, esa voz tan viva que le causó un escalofrió, pero estaba solo, desconocía porque ello había emergido y examinado el lugar no había nada ni nadie. 

En el otro lado el niño inspeccionaba el lugar mientras el director charlaba con su padre y el camarada Sokolov, los niños los seguían de cerca, varios de ellos admiraban su hermoso traje y las insignias y lanzaban preguntas como ¿Has matado a alguien? ¿El ejército es bueno? ¿Cuántas sentadillas haces al día? Entre otras, Iván sonreía dando algunas respuestas, el niño no tenía amigos, era un problema con su actitud en el ejército le llamaban la bendición del buen soldado sus compañeros lo llamaban psicópata, el estar rodeado de algunas decenas y ser el centro de atención lo regocijaba internamente.

¡Maldito oso! Ya te dije que no soy un conejo. — El cuerpo del ojivioleta se detuvo en seco, aquellas palabras las había escuchado como un murmullo en su oído derecho pero ningún niño era alto para alcanzarlo, giró su cabeza, pero nadie estaba tan próximo y los huérfanos seguían lanzando preguntas.

— ¿Sucede algo? — Su padre cuestionó al ver el semblante pálido del consanguíneo, pero no tuvo respuesta clara, algunos balbuceos que no delataban su malestar.

— Puede que sea el abatimiento de los niños. — intervino el director alejándolo de él

— Sí— Respondió. — Se siento ahogado, necesito un poco de aire. — 

El anciano le mostró la salida a los jardines y los niños continuaron halagando a los generales que contaban sobre su batalla en Stalingrado y Leningrado. El menor acomodó su traje militar al sentir el golpe de frío fuera del edificio, estaba molesto pero confundido a pesar de eso su sonrisa no se retiraba de su rostro, desconocía que había sido esas palabras, las sentía tan vivas, como si un viejo recuerdo lo inundara, pero no sabía de ¿Cuándo ni quién?

— Говнюк— Maldijo. — Срать— Volvió a maldecir, irritado. Acomodo de nuevo el cuello del saco, una pequeña insignia que estaba por caer y seguido de su furazhka colocando la visera de ella en frente, su mirada estaba sobre sus zapatos, se sentía abatido por lo sucedido cuando algo llamó su atención, un niño casi de su edad un poco más joven parecía estar suspendido en su mente pues no se movía de su lugar, miraba sus manos y la pequeña bufanda café que resaltaba, el niño era como una muñeca de Natalia, era blanco como la porcelana y su cabello como la nieve. — ¿Albino? — Preguntó al dar un paso en la dirección de este, el niño quedó prendido, era como si algo en su interior se avivara y le pidiera tomarlo, la confianza y la necesidad despertaron, cosa rara pues al ruso le gustaba la lejanía. 

El contrario seguía recordando algunos de sus días hermoso al lado de su familia, estaba tan perdido que no percibió al intruso.

— Привет— Saludó— Mi nombre es Iván Braginski— El germano sorprendido dio un paso hacia atrás.

— Hallo— Contestó en su idioma natal. —

— ... — El rubio entendió que era uno de los viejos prusianos — ¿Cuál es tu nombre? — Insistió

— Eso te importa, Sowjetisches Schwein— La lengua del albino atacaba al acompañante no requerido.

— Eres hermoso. — Concluyó, seguía perdido en aquel ser casi angelical, como un pequeño conejito, algo digno de tenerse en una vidriera en casa y apreciarlo cada día después de terminar los deberás. — Puedes decirlo por las buenas o por las malas. — La rigurosa y áspera mano del mayor se colocó sobre el níveo y terso brazo del albino, con sólo el toque se formarían algunos hematomas en ella, aun así, ejerció la suficiente fuerza para doblegar al ahora dueño de sus emociones.

— Basta, basta. — Suplicó asustado ante la fuerza practicada. — Gilbert Beilschmidt, mi nombre es Gilbert Beilschmidt. —

— ¿Beilschmidt? Eso es alemán, eso es asqueroso para un ser tan lindo. — La tierna voz conflictuaba al germano, pues era tan dulce, como la de un niño de preescolar pero el amo de ella era un demonio, fuerte y maldito. — Puedes ser Smirnov, eso es más lindo.

Serás mi esposo— Las palabras chocaron de nuevo el oído del soviético el cual libero al menor de su agarre, era la misma voz de su acompañante, pero era más madura, además el albino no había ni abierto la boca.

— Estas loco, quien te crees. — Reclamaba Gilbert

— Eres hermoso. — Repetía el eslavo liberando de su agarre al albino, nunca había visto algo de esa magnitud nunca. — Serás mío, solo mío, da.

Gilbert tiritaba, esa sonrisa, esa voz ese ser le causaba miedos imaginables, jamás había estado frente a algo igual, era como si un demonio tomará la faceta más infantil para atraer a pequeñas presas, esa sonrisa, esa sonrisa maldita le causaba revuelo y quería huir.

— Iván. — La voz madura de un hombre causó que el niño temblara pavoroso.

— General Braginski. — Gritó alarmado, sujetando la mano del albino.

— Volveré pronto camarada Smirnov — Besó el dorso de la mano del albino y sin chistar corrió con rumbo a donde era llamado.

El prusiano no se quedaría a esperarlo, le temía algo le pedía que le temiera, pero al mismo tiempo había logrado acelerar su corazón de una manera nueva, casi de la misma forma que algunas veces su compañero austriaco lo lograba, de esa manera que le pueden llamar amor. Sin más que decir sacudió su cabeza esperando que las ideas se esfumaran como estrellas fugaces y huyendo del orfanato hasta el día siguiente lejos de cada uno de sus enemigos. 


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Cerdo soviético 

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