Infancias

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Ser hijo de uno de los grandes militares y aliado del gran partido comunista era la mayor honra que la familia Braginski podía tener, el gran Molotov los visitaba seguido y su hijo menor Iván tenía el privilegio de jugar ajedrez con el dirigente Stalin, pues el largo linaje de aquel apellido desde la revolución bolchevique y guerra patriótica, incluso su apellido era un estirpe que continuaba de la etapa zarista, cada cierta generación tenia una victoria y un nombramiento. A pesar de ello la familia vivía con humildad, comparado a los grandes palacios que tuvo bajo la dinastía Romanov, ahora eran pequeños pisos en las mejores zonas de las ciudades rodeados de los lujos que la URSS otorgaba al rango adquirido en el partido y el consejo de Stalin, pero para el patriarca él simple placer que su hijo pudiera admirar las maravillas soviéticas era más que suficiente.

— Iván. — Llamó el hombre de ojos morados, un rasgo particular que parecía pasar de padre a hijo en cada generación, la leyenda familiar narraba que era la marca de la familia y la honra daba por los viejos zares.

— Sí mi general. — Colocó su mano en su frente, firme ante las órdenes de su padre.

— Descanse soldado. — Acarició la mejilla derecha del pequeño soldado.

— Iremos al orfanato, tenemos que ver algunos deberes.

El pequeño Iván ensanchó su sonrisa, el pequeño siempre tenía una en su rostro, sus compañeros comentaban que era aterrador verlos sonreír a cada momento, pero para los adultos representaba una osadía, un ruso regocijándose todo el tiempo era enervado, impuro, pues las sonrisas sólo nacían con los seres queridos, con los amigos estaba prohibido alegrarse sin que se pensara que era un acto hipócrita pero el gran Stalin algunas veces indagó por ello, pues en sus palabras la sonrisa del niño era algo innato, algo que causaba más terror que amabilidad, digna de precaución, perfecta para intimidar al bloque contrario.

Las horas continuaron, la familia gozaba de una merienda, la hija menor Natalia no quitaba la mano de la orilla del saco de su hermano aunque su padre le chiqueaba para que se sentara en su regazo y poder mimada como la princesa que era, Katerin contaba cómo un joven empresario había mantenido una platica con ella mientras compraba los alimentos pero lo había rechazado ante el poco conocimiento sobre el partido y de Lenin, su madre parecía enojada al escuchar como su retoño atraía a hombres pues ya no era una cría. El reloj marcó la hora pactada y un lujoso auto Lada se detuvo a la puerta de la mansión Braginski, un hombre con un elegante traje de la KGB, esperaba en él, fumaba un pequeño puro, un obsequio de un viejo soldado inglés cuando participaron en una operación militar, en la gran guerra patria, con desdén tiró las cenizas por la ventana prestando atención a la puerta abrirse escabullendo de su umbral el cuerpo del infante que daba saltos como un conejillo escapando de su cazador, seguido de su padre.

— Sokolov— Gritó el menor rozando sus manos en la orilla de la puerta.

— Vania. — Besó su mejilla por el hueco de la ventana, el niño sonrió aún más ingresando al auto, su padre hizo lo mismo.

— Braginski, parece que no has dormido bien, da.

— Sokolov, dormiría bien si ejecutaras y cumplieras tu trabajo, pero veme haciendo todo por ti y las glorias adornan tu cabeza, con oliva como si de un Cesar se tratara.

— ¡Oh! Es mi culpa tu poca capacidad de negarte a la perfección. — Su mirada se posaba en el acto del niño que permanecía pegado al cristal, su nariz deformada y el aliento golpeando la transparencia. — no lo hagas por mí, hazlo por Petrov.

El silencio abordó el auto, la afonía fue perturbada por el pequeño eco del chiquillo golpeando el vidrio con su frente ante el vuelco provocado por el auto.

— Petrov pidió que fuéramos a ese orfanato, tenemos que dar la mejor cara ante la sociedad, varios de esos niños terminaran parte del ejército rojo, tenemos que mostrarles las grandezas de ello.

— ¿Por eso tu hijo? — Interrumpió, pero fue ignorado.

— Hay varios alemanes en ese sitio, se ha pido que intentemos discernir en que somos culpables de su futuro, sus padres nos atacaron.

— Ellos son culpables de sus males. — Las palabras del niño llamaron la atención de los hombres. — El fascismo asesinó a nuestro pueblo, ellos deben de pagar con su sangre, debieron ser atormentados, torturados, masacrados por las culpas de sus padres, pero nos hemos ablandado, suavizado. Stalin decidió no hacerlo yo hubiera cortado a cada uno de ellos. — Una sonrisa se dibujó en sus labios seguidas por cada uno de los generales que se encontraban en el lugar.

— Si no lo viera pensaría que tu hijo herero no solo el nombre de Iván el terrible sino su alma. — Dio una calada a su puro, esperando no causar disgusto a los Braginski.

El Lada se detuvo, en aquel viejo, rancio y triste edificio gris cenizo, como todos los inmuebles construidos por los soviéticos, funcional para albergar a las ratas alemanas y a los hijos de la guerra soviéticas, la belleza pasaba a segundo plano, pues era mejor algo que fuera utilitario a la belleza francesa o inglesa. Una pila de niños estaba en la entrada, con sus mejores ropas y un letrero: добро пожаловать. Los hombres colocaron sus furazhka y salieron en el encuentro de los niños, al verlos el director señaló que cada uno de ellos cantara aquella canción El pañuelo azul, ensanchando el porte de los generales mientras el infante miraba asombrado el recibimiento, y se repetía una y otra vez que siempre desearía ser recibido así. 

Мы виделись раньше?// RusPrusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora