El viaje a mi pueblo se me había hecho interminable. Si bien me conocía como la palma de la mano las ciudades y pueblos por los que pasábamos, y esto no mellaba en nada el que disfrutara de la travesía, en las circunstancias en las que viajaba ahora, lo que menos me interesaba era estar pendiente del paisaje. Las horas que distaban de Lima a mi pueblo se vieron triplicadas por las mariposas que recorrían mi estómago, por mi respiración acelerada y por mis manos sudorosas, las cuales no había manera en que se secaran, por muchos pañuelos que usara.
Esa noche llovía acuciosamente. El Perú se caracterizaba por tener microclimas, y si en Lima hacía calor por ser verano en la costa, en la sierra —de donde yo era— era todo lo contrario.
Cuando pasamos cierto tramo del viaje, el frío empezó a colarse por mis piernas. Percibí cómo el vaho de mi respiración chocaba con la ventana y volvía borrosa mi mirada gris que en esta se reflejaba, como cruel metáfora de la angustia que apretaba mi ser. Por inercia, cogí la pequeña manta que tenía guardada en el lado superior para los equipajes y me la coloqué encima. Tenía miedo de que me congelara por completo, y ya no solo por lo gélida de la temperatura. Mi interior se hallaba tan sombrío, que fácil la tristeza desaparecería el poco halo de la vitalidad que me quedaba.
Antes de partir, había llamado a mi mamá para que me confirmara cómo se hallaba mi papá. Y en efecto, estaba fuera de peligro, tal y como me había adelantado Valeria. Los paramédicos habían actuado a tiempo y le habían salvado la vida. Eso sí, todavía debía estar hospitalizado porque tenían que monitorearlo para prever futuras complicaciones. Mas, aunque mi madre había tratado de sonar tranquila por teléfono, no iba a ser hasta que me cerciorara por mis propios ojos de que, en efecto, mi padre se hallaba bien, que el nudo de angustia en mi interior se disiparía.
No supe cómo, pero cuando el bus llegó, actué como un autómata que recogió su equipaje y tomó el primer taxi que se le cruzaba. Por ahí me pareció escuchar al chofer para que le confirmara si era el Hospital Regional al que acudía o al Santa Rosa. Moví mi cabeza un par de veces porque el primero era el único de la ciudad, el segundo era una clínica, y era más que obvio que en esta no hubiera podido ingresar mi papá.
Cuando llegué a la recepción, el lugar me parecía tan sombrío, a pesar de las pequeñas lucecitas de Navidad que brillaban en las paredes junto con el villancico que se percibía que venía del arbolito de la esquina. Las paredes de la misma, tan blancas e incólumes, me parecían tan vacías como todo rastro de alegría que alguna vez pudiera experimentar.
Al preguntarle a la enfermera en qué habitación se hallaba mi padre, ella me miró de reojo. Luego me pidió de mala gana que le deletreara su apellido para buscarlo en la base de datos, porque por mucho que se lo repitiera tres veces, le parecía difícil escribir como correspondía un apellido de solo una sílaba.
Resoplé profundo. Era lo mismo de siempre. El tener un apellido fuera de lo común en mi país, porque mi abuelo había sido un señor estadounidense —que había venido desde lejos buscando aventuras y trabajo en la refinería de la zona, y que luego se había enamorado de mi abuela, dejándola embarazada de mi padre, para nunca más volver— me traía más de un dolor de cabeza. Siempre debía estar al pendiente de que, para trámites varios, las personas escribieran bien mi apellido, Lund, porque si no me traería problemas futuros. Todavía recordaba cuando había estado fastidiando a la dirección de mi colegio para que me emitiera un nuevo certificado de notas, al concluir la secundaria, porque la secretaria había sido tan estúpida al transcribir mi apellido, ni aún porque se lo había escrito en un papel y le había enfatizado cinco veces en que tuviera cuidado con ello.
Luego de armarme con paciencia y cerciorarme de que hiciera la búsqueda como debía —le pedí que volteara el monitor de su computadora para observar que escribiera bien el apellido de mi padre— tomé el ascensor hacia el piso dieciocho. Le habían asignado la habitación 1810, del pasadizo izquierdo, según me indicó la enfermera.
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Cómo conquistar a un escritor [y no morir en el intento]
RomanceElla tiene como crush un escritor; siempre ha querido conocerlo. Cuando tenga que vivir y trabajar con él, su sueño se hará realidad. ******* -Te llevo diez años de edad. -¿Y cuál es el problema? A mí me pareces sexy. Dicen que los hombres son como...