Pasaron algunas semanas, en las que departí con mi papá en el hospital y luego en mi casa, cuando lo dieron de alta. Después de que estuviera siendo cuidado por los doctores, su corazón respondió debidamente, aunque tenía que hacerse chequeos continuos. Fueron unas navidades raras, ya que era la primera vez que iba todos los días a un hospital, y más en unas fechas festivas. Y después de esta experiencia, puedo decir que mi vida ya no fue la misma.
En el transcurso que iba a visitar a mi papá, y cuando a veces salía a estirar las piernas a la sala de espera o a la cafetería a comer algo, fui testigo de innumerables escenas, de todos los tipos posibles. Desde alegrías por el nacimiento de un nuevo bebé (al primer niño nacido en este año sus padres decidieron bautizarlo con el nombre de Kenji, en honor de un congresista muy conocido, hijo de un expresidente dictador que habíamos tenido, aunque de japoneses no tuvieran nada, y la prensa había ido para hacerse de la curiosa noticia) hasta penas y sollozos de parientes que tenían a sus familiares agonizando, sino acababan de morir de manera repentina. En especial, me chocó ver a una pareja de esposos, que no tendrían más de treinta años, que acababan de perder a su niña de cinco. La madre se culpaba de que, debido a su descuido, su hija había fallecido. La pobre solo lloraba y lloraba cuando se hallaba en la cafetería, a la espera de que la morgue le permitiera identificar el cuerpecito de su niña. Un cuadro desgarrador por donde se viera, que tocó la más sensible fibra de mi corazón. Y fue esa tarde, cuando me despedí y le di el mejor de los ánimos a aquella pobre mujer que se despedía, envuelta en llantos y lamentos, que llegué a una conclusión, que se reafirmaría días después.
En todo ese tiempo pude experimentar diversas emociones, desde la más completa de las alegrías hasta la más terrible de las tristezas. Los días en casa con mis papás habían sido tan felices, sobre todo porque estaba tan agradecida con la vida por tenerlo de vuelta, sano y salvo, que cuando menos me di cuenta, me hallaba de vuelta en el bus rumbo a la capital. Me habían dado unas semanas para estar con mi papá, cierto, pero al estar él ya fuera de peligro, Valeria me llamó para recordarme que el tiempo para entregar la novela que le habían encargado a Dash seguía su camino, y no podían esperar. Por otro lado, la tensión, la angustia y el estrés por no saber cómo evolucionaría mi papá, aquella fría noche de diciembre, fue una experiencia que no había vivido durante toda mi vida; y para bien o mal, me había marcado. Y con todas estas experiencias a cuestas, aquella conclusión, sino reflexión, me acompañaba en mi viaje de regreso.
El tiempo podía pasar muy lento o muy rápido según las circunstancias que tuvieses, y yo había vivido en esas navidades ambas caras de la moneda.
¿Aprendería de aquella? Ni idea. Sin embargo, si de algo estaba segura era que trataría de llevarla a cabo a partir de ahora, que comenzaba otra etapa de mi vida en Lima, de vuelta a mis estudios, a mis sueños y con aquel hombre maloliente, huraño, deslenguado, pero de buen corazón que respondía al sobrenombre de Dash.
La mañana en la que mi padre había dado signos de recuperación, el susodicho me había enviado un mensaje de texto. Bastante peculiar, por cierto. Me había sorprendido mucho su interés, sino preocupación excesiva, porque el ogro parecía tener un corazón, después de todo. Ya había dado muestras de ello cuando me había consolado en la biblioteca, al recibir la noticia de mi padre, era cierto. Mas, su interés desmedido al llamarme y luego mensajearme por saber de mi papá me había descolocado del todo. Ni siquiera mis amigos habían mostrado un interés tan inusitado como él. Y ahí empecé a formularme diversas preguntas al respecto.
En un principio, lo atribuí a que era porque, más que bien, me había visto llorando de manera desconsolada esa tarde al enterarme de la terrible noticia. No obstante, deseché esa idea de inmediato. Por mucho que me viera llorando, esto no era motivo suficiente para seguir pendiente de mí. Yo en el hospital había visto de la misma manera o peor a la señora que acababa de perder a su hija. Y no me imaginaba a mí misma estar al pendiente de lo que le ocurriese, o llamarla o mensajearla para ver cómo estaba. A fin de cuentas, por mucho que se hubiese desahogado en esa ocasión conmigo al contarme su desgracia, yo era una extraña. Luego de aquello, pues cada una seguiría su camino, aunque el destino nos hubiese hecho coincidir en tan terribles circunstancias.
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Cómo conquistar a un escritor [y no morir en el intento]
RomanceElla tiene como crush un escritor; siempre ha querido conocerlo. Cuando tenga que vivir y trabajar con él, su sueño se hará realidad. ******* -Te llevo diez años de edad. -¿Y cuál es el problema? A mí me pareces sexy. Dicen que los hombres son como...