—¿Qué te pasó? —digo de manera desesperada.
Trato de levantarlo, pero no puedo en el primer intento. Aunque es delgado, es alto. La diferencia de tamaño físico entre ambos es palpable en un momento así.
Después de dos intentos, me doy por derrotada. Resuelvo que lo voy a ayudar ahí, así que acomodo su cabeza en donde no pueda hacerse más daño. Un viejo cojín, que oportunamente está en una esquina, sirve de almohada para que pueda colocarlo, con cuidado, sobre el suelo.
Cuando lo aprecio mejor, no puedo evitar preocuparme. Su frente tiene un corte que la atraviesa toda. ¡Está sangrando! ¡Tengo que ayudarlo de inmediato!
Me quito la camiseta que tengo. Es algo vieja, así que no me preocupa que se eche a perder. Más importante es detener la hemorragia de una vez. Pero, cuando la coloco alrededor de su cabeza para que funja de venda, no puedo evitar preocuparme todavía más.
¡Está ardiendo de fiebre!
—¡Dash! ¡DASH! —lo llamo, angustiada.
No responde. ¡Dios santo! ¿Qué hago?
De inmediato, lo dejo sobre el cojín. Me dirijo a la casa en búsqueda de un botiquín.
Mientras voy caminando rápido, llamo por teléfono a doña Daría para informarle de la situación, pero nada. No contesta. Es como si se la hubiera tragado la tierra. ¡Mierda!
Voy apresurada al baño. Me hago con un pequeño botiquín y en un santiamén ya estoy con Dash.
¡Madre mía! ¡Sigue sangrando y no sé qué hacer!
Como puedo, le curo la herida con alcohol. Se despierta por el ardor que le provoca en la herida y emite un quejido de dolor.
—Resiste un poco, por favor.
No me contesta. Simplemente me contempla con ese gesto indescifrable característico en él, entre serio e ido. Pero, cuando el alcohol vuelve a rozar sus heridas, aprieta con firmeza mi mano izquierda, como si fuera lo único a lo que pudiera aferrarse para aliviar su dolor.
En un primer momento le hubiera retirado aquella, mas me arrepiento. El semblante en su rostro cambia. Tiene un gesto de dolor, de emoción y de súplica, que pide urgente ayuda, mi ayuda.
Al apretar los ojos, torcer la boca y soltar otro gruñido de sufrimiento termina por ablandarme el corazón. Parece un cachorrito indefenso, solo y tan necesitado de apoyo, que no dudo ni un momento en corresponder a su gesto.
Lo cojo de una de las manos para calmarlo mientras que, con la que tengo libre, procuro aplicar el alcohol sobre su herida de la manera menos dolorosa, si es que eso es posible. Al caer aquel sobre su frente, aprieta los ojos con tanta firmeza como lo hace con mi mano, que no puedo hacer menos que corresponder a su gesto.
—Aguanta. Un poco más y ya acaba —lo animo.
Dejo la botella de alcohol y el algodón a un lado, para luego airear la herida con una revista que encontré ahí tirada.
—¿Estás mejor?
Él asiente.
Suelto su mano por un instante. Debo cortar el vendaje según la extensión que considero necesaria, aunque con dudas.
La mano me tiembla. Tengo miedo porque es la primera vez que funjo de enfermera. Maldigo no haber estado atenta a las clases de primeros auxilios que nos dieron en la universidad. Si hubiera aprendido como debiera, ahora podría servir como enfermera. Ayyyy.
—Alcanzará —afirma él, como si me leyera la mente.
—¿Cómo? —Volteo a contemplarlo, sorprendida.
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Cómo conquistar a un escritor [y no morir en el intento]
RomansaElla tiene como crush un escritor; siempre ha querido conocerlo. Cuando tenga que vivir y trabajar con él, su sueño se hará realidad. ******* -Te llevo diez años de edad. -¿Y cuál es el problema? A mí me pareces sexy. Dicen que los hombres son como...