Once

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Después de regresar del bar al que fui con un amigo a despejar la mente, regresé un poco apesadumbrado al departamento pensando en el estado actual de mi vida y los últimos acontecimientos sucedidos. La aparición de Fernando hace un par de semanas, me había llevado a recordar mi pasado.

Me senté al lado de Nerón, mientras reflexionaba sobre lo que había sucedido durante los últimos años y un desfile de acontecimientos peculiares desfilaron frente a mi. No era sólo el episodio de un amigo de universidad declarándose y tratando de llevarme fuera del país; tampoco la amenaza inminente de pacientes que me acechaban constantemente; ni mi fracaso amoroso con la primera polola con la que me fui a vivir, sino que era un cúmulo de incidentes de mi vida diaria que hacía que mi seguridad estuviera a punto de ahogarse en aquella botella de vodka que tenía en frente.

Mientras me servía el segundo vaso de Absolute con un par de hielos, pasé a mirar el calendario y me quedé frente al 11 que marcaba el mes de noviembre. Once, qué número tan negro para mí. A los once años me operaron de apendicitis; un 11 la Fran me dejó; estuve 11 horas esperando en el aeropuerto un vuelo que me devolviera a casa desde Madrid; 11 fueron las semanas sin sexo después de mi gran ruptura y un 11 de septiembre de 2001 fue el día en que mis padres me llevaron a recorrer las calles de Nueva York y el World Trade Center cuando tenía 14 años.

Ser espectador de este desastre marcó mi visión de la vida, sobre todo en que de vuelta a Chile, no quise seguir viviendo en Santiago, ya que ver edificios me daba ataques de angustia y la única opción fue enviarme al Sur con mi abuela, hasta mi regreso a la universidad.

No recuerdo en orden los acontecimientos de ese día, pero sí tengo presente las constantes voces de histeria que cubrían las calles, los gritos ahogados de hombres y mujeres, expresiones de asombro en idioma universal. Mi mirada perdida en las altitudes en donde el cielo se fundía con el humo negro y luego el naranjo rojizo del fuego. Mi mamá gritando a mi padre, pidiendo volver al hotel, al aeropuerto, a Chile, lo antes posible.

Me sirvo el tercer vaso de vodka un poco desequilibrado y Nerón me mira reprobatoriamente fundido en su cojín, pero hago caso omiso a sus juicios, él no estuvo ahí.

Me asomo a la terraza a fumar un cigarro y me quedo maravillado mirando la noche santiaguina, sin ese caos del peor 11 de mi vida. Respiro profundo, dejando la ansiedad de mis recuerdos, los miedos que se asoman en mis negativas expectativas de futuro para el mundo, pero que trato de repeler con todo amuleto, hierba, incienso y rezo que me enseñó mi abuela.

En este minuto, frente a esta ciudad menos furiosa, a mi cigarro y mi tierno vodka, se va alejando la sensación del pánico de sentir como se resbalaba la mano de mi madre, en medio de la nube tóxica que nos abrazaba, como si nos persiguiera para comernos, tragarnos y llevarnos al infierno. Sí, definitivamente ya me está dejando el estruendo pavoroso que revienta mi cabeza, el olor caliente entrando por mis fosas nasales y la imagen de sombras que se pierden frente a lo poco y nada que veía.

Se asoma una brisa primaveral que refresca la noche. Suspiro aliviado y apago mi cigarro en el cenicero. Me tomo el último sorbo del vaso y me apoyo en la baranda para disfrutar de la calma y ni siquiera me importa que Igor lance una de sus cajas a uno de sus clientes que espera en la calle. 

El vecino del 51 ADonde viven las historias. Descúbrelo ahora