Magia

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Si esto hubiera sido una película americana romántica alguno de los dos habría terminado cediendo,
demostrando su amor en algún portentoso acto con público, a poder ser. Pero no.
Haciendo caso a toda la cinematografía del género y al único consejo en el que Lola, Nerea y Carmen
estaban de acuerdo, me dediqué un día a mí, con todo lujo de mimos. Sabía, también, que se me
terminaba el chollo y que pronto tendría que volver a concentrarme en el trabajo. Tenía algún proyecto
deambulando dentro de mi cabeza y no quería perder el hilo ni la inspiración por colgarme demasiado
de las musarañas del techo. Así que era un momento estupendo para gastar un dinero que no me
sobraba, en dar por cerrada una mala época y concentrarme en lo que vendrá.
Era martes, un día cualquiera.
Me puse el despertador a las nueve, porque soy de las que piensa que un buen día tiene que empezar a
esa hora. Y no tenía nada especial que hacer, pero me levanté y me preparé un buen desayuno. Nada de
beberme un café a deshoras de pie en la cocina. Me serví un cuenco de fruta fresca, un café solo sin
azúcar y un par de tostadas con tomate natural y queso fresco. Me lo comí despacio, ojeando una
revista que me había llegado por correo el día anterior y que no había tenido inspiración ni para abrir.
Tardé casi una hora en desayunar, cigarro incluido. Después lo despejé todo y me sentí orgullosa de
tener la casa impecable. Al menos estar deprimida me había servido para reconciliarme un poco con
mi parte “ama de casa”.
Después me di una ducha caliente y estuve allí dentro el tiempo que me pareció, que fue
bastante, aún no lavarme el pelo. Después me puse hidratante, me depilé las cejas, me peiné una coleta
tirante y me puse una mascarilla en la cara, que guardaba en la nevera para alguna ocasión especial.
¿Por qué no ese día?
Me tumbé mientras la crema hacía su trabajo y decidí lo que haría a continuación. Pasados
veinte minutos me la quité, hice la cama, me vestí y salí a la calle, contenta y relajada.
Fui hasta el centro, a mi peluquería preferida a la que no iba desde el pleistoceno. Me
sanearon el pelo, dándole forma al corte y me pusieron una mascarilla de color que le dio un bonito
brillo anaranjado a mi castaño claro natural. Después fui a hacerme la manicura y la pedicura con
masaje de piernas incluido. A falta de sexo, era lo que más me apetecía. Y una vez allí, víctima de la
relajación y el hedonismo, me animé a ponerme extensiones de pestañas por un módico precio. Luego,
tan campante, me fui a comprar. Vamos, de shopping, no a llenar la nevera, que buena falta le hacía,
por otra parte. Y compré todo lo que se me antojó hasta un tope de dinero razonable que me permití a
sabiendas de que el día siguiente seguiría con mi vida y empezaría a ser mucho más práctica.
Fui a casa, me hice un sándwich con las pocas cosas que tenía en la despensa, dejé todas mis
nuevas adquisiciones, me cambié de ropa y me fui al Corte Inglés más cercano en busca de un stand de
cosméticos Benefit. ¡¡Ay!! ¡Cómo me gusta Benefit! Podrían hacerme entregar a mi primogénito a
cambio de tres o cuatro productos. Y compré. Compré en cantidades ingentes y perturbadoras… tanto
compré que la dependienta, en un ataque de amor por el porcentaje que se iba a llevar, me maquilló,
alabando de paso lo naturales que parecían mis pestañas, al confesarle que si eran mías era porque las
había pagado.
Y fue justo al salir de allí, tras un breve paso por la planta de lencería para hacerle una visita
a mi querida La Perla, cuando lo vi.
¡¡Pero cómo narices conseguía encontrármelo en todas las partes con lo grande que es Madrid!!
Serendipia.
Bueno, bien pensado él vivía relativamente cerca de allí…Víctor andaba por la principal, con la vista fija en su BlackBerry. Me quedé parada sin saber qué hacer
durante unos cinco segundos, tiempo suficiente para que la señora que andaba detrás de mí me pidiera
de malas maneras que me apartara. Y… de repente pensé en Carmen, en todo lo que me había dicho y
que en realidad estaba segura de que lo único que quería era recuperar el control sobre mí misma. Y lo
había hecho. El único problema es que utilicé un método equivocado y había terminado por quedarme
sin él.
No tenía nada que perder y, ¿qué mejor día para encontrarme con él que aquel, en el que solamente me
había dedicado a mí? Estaba peinada, maquillada, momentáneamente exultante por el subidón
consumista, en parte estrenaba un modelito sencillo pero de los que te hacen sentir sexy (camiseta
blanca básica algo desbocada, pantalones vaqueros pitillo, americana entallada arremangada y zapatos
de tacón peep toe negros) y, para rematar, llevaba en la mano una bolsita de La Perla, lo cual no
dejaba de ser… sugerente.
Así que sin pensarlo, al verlo pasar de largo, me lancé a una carrera por la bocacalle de detrás
con el fin de adelantarlo y salir a su encuentro como por casualidad, chocándome con él. Recordé que
llevaba aquel perfume que tanto le gustaba y eso me hizo obviar el dolor insistente de mi costado
mientras apretaba el paso. Estaría monísima de la muerte, pero mi forma física era lamentable.
La suerte estuvo de mi lado. La carrera no fue lo bastante larga como para hacer sudar y
tampoco me caí a pesar de llevar tacón alto.
Y mira tú por dónde, que al final calculé mal y me tropecé con él sin querer.
Me di un susto de muerte, lo que le dio más credibilidad a la escena. Mi cartera de mano cayó
al suelo y se abrió, dejando que un pintalabios se asomara curioso. Me agaché y él me imitó, sin darse
cuenta aún de que era yo.
- Perdona. – dijo.
- No te preocupes. – contesté.
Una vez de cuclillas, nos miramos y sonreímos.
- Valeria… – susurró sorprendido.
Y me puse en pie, dejándolo con una rodilla hincada en el suelo frente a mí. Supongo que desde allí
abajo mis piernas parecían más largas. Aquel gesto me hizo sentir segura de mí misma. Y él, a pesar
de estar allí de rodillas, me pareció brutalmente atractivo. Infernalmente guapo. Llevaba el pelo
revuelto, un jersey negro de cuello de pico, a través del que se adivinaba una camiseta blanca, y unos
chinos negros. Pero soy fuerte. Aguanté.
- ¿Qué tal Víctor? Menuda coincidencia. – cogí la cartera, que me tendía solícito y cerrándola la
coloqué bajo mi brazo.
- ¿A dónde irías tú tan deprisa? – contestó levantándose.
Echó una miradita a mi bolsa de La Perla, luego se humedeció los labios y volvió a sonreír. ¿Qué
dónde iba tan deprisa? Pensé que iba a su encuentro desde que me había levantado, pero que aún no lo
sabía. Sonreí con más ganas aún.
- Fuiste tú quien me arroyó, así que deduzco que irás con prisa.
- No, qué va. Iba distraído con este cacharro. – me enseñó la BlackBerry que llevaba
fuertemente agarrada en la mano derecha.
Me miró discretamente de arriba abajo y mordiéndose el labio inferior, jugoso, me preguntó hacia
dónde iba.
- Pues iba a casa, la verdad. ¿Y tú?A casa también. Vengo de una obra, de supervisar algunas cosas.
- Ya se nota. – me reí quitándole una mancha blanca de yeso del jersey negro.
- Si es que no te digo yo que iba enfrascado en los e-mails. Oye… – se rio, algo avergonzado –
estás… estás muy guapa.
Noté como un hormigueo subía hasta la boca de mi estómago y me teñía las mejillas, ruborizada.
- Gracias.
- ¿Te has… – me miró la cara, el pelo, los labios, el cuello – hecho algo?
- Me di unos reflejos en el pelo. – y al decirlo me acaricié unos mechones.
- Algo notaba yo.
- ¿Te gusta?
- Me encanta.
¿Le encantaba mi pelo? Pues a mí me volvía loca el suyo y el tacto sedoso de éste entre mis dedos. El
tacto del vello de su pecho bajo las palmas de mis manos me catapultaba a un estado en el que poco
me importaba lo demás. Él. Él me encantaba. ¿De verdad pude dejarlo?
- Bueno… – rompí el silencio.
- Sí.
Estaba claro que habíamos llegado a un punto en el que, si alguno de los dos no decía nada, íbamos a
tener que despedirnos sin más. Rebusqué en mi cabeza, esperando encontrar algo que me ayudase a
alargar un poco más el momento, pero estaba atontada, mirándole los ojos. Tan verdes… oh, dios mío,
qué guapo era. Víctor también me estaba mirando en silencio, así que quise pensar que él tampoco
quería irse.
- Ha sido un placer. – le dije.
- ¿Sabes? Soy de los que piensa que los placeres no hay que castigarlos y apartarlos.
- ¿Cómo?
- Dijiste que ha sido un placer y…
- Ah, ya. – me reí.
- No deberíamos dejar pasar… no sé, tanto tiempo sin vernos.
Me sentí valiente y, descargando el peso de mi cuerpo en la pierna derecha dije:
- Bueno, es lo que suele pasar cuando rompes con alguien, ¿no?
- Dado que rompiste tú – levantó las cejas significativamente – ¿debo entender que no te
apetece verme más? Porque a mí sí…
- No es eso. – le corté. – Sólo es raro. Al menos el otro día me lo pareció.
- Íbamos acompañados en los dos casos. – puntualizó.
Miró su reloj.
- Oye, ¿tienes un rato? Conozco un sitio por aquí donde podríamos tomarnos algo. Estaría genial
ponernos al día.
Cogí aire, dispuesta a contestar que sí, coqueta y segura de mí misma, pero para mi rotunda sorpresa
la lengua se aplastó contra el paladar y dije claramente lo contrario.
- No.
Los dos nos quedamos en silencio unos violentos segundos que yo me apresuré a atajar.Disculpa es que… no se me dan demasiado bien éstas cosas.
- ¿Qué cosas? – preguntó, apoyándose en la pared.
- ¿Puedo ser totalmente sincera, Víctor?
- Claro.
- Creo que sé cómo podríamos terminar si vamos esta noche a cenar. – le miré y vi cómo se
dibujaba una sonrisa muy sexy en sus labios. – Por una parte, no creas que no me apetece. Pero…
Víctor miró hacia el cielo y se echó a reír a carcajadas.
- ¿Te hace gracia? ¿He dicho alguna mentira? – a punto estuve de avergonzarme por lo que
acababa de decir. ¡Pero qué osada me había vuelto eso del hedonismo!
- No, no, en absoluto. Simplemente me hace gracia... bueno, sólo tú sabes ser de esa manera.
- ¿Cómo?
- Tan sensualmente adorable. Venga, vayamos a cenar. Te prometo que no pasará nada.
Levanté mi ceja izquierda con desconfianza.
- ¿Me lo prometes?
- Te lo prometo.
Y fue increíble. Nunca me he sentido más cómoda que aquella noche cenando con él. Nos sentamos en
una pequeña tasca de diseño y nos tomamos un par de copas de vino tinto. Picamos algo. Nos pusimos
al día. Recordamos un par de anécdotas y nos reímos, sin que realmente terminara de hacernos daño
hablar de lo nuestro como de algo que estaba acabado. Bueno, algo de daño sí que hacía. Era como la
sensación, placentera y molesta a la vez, de mover con la lengua un diente que está a punto de caer. Lo
mismo.
Así, hablamos de cuando me caí en Menorca por un pequeño terraplén, de camino a una cala,
dejándome las rodillas escocidas y magulladas. No hablamos de que en casa él me curó los rasguños y
después los besó hasta terminar con la boca mucho más arriba. También nos reímos a carcajadas de
aquella tarde en su casa, cuando conocí a su hermana Aina. Disfrutamos tanto de aquello que, tras
apurar la tercera copa, Víctor susurró:
- Nos lo pasábamos muy bien juntos. Dime, ¿por qué lo dejamos?
- ¿No te acuerdas?
- Creo que nunca lo he sabido.
- No hace tanto como para que lo hayas olvidado. – le dije, antes de darle un trago a mi copa.
- No, no hace nada. Ni siquiera dos meses. – y pasando su pulgar por debajo de mis labios, secó
una gota de vino.
- ¿Me has echado de menos? – le dije con soltura, con picardía y poniéndome naturalmente
coqueta.
- Mucho. – confesó. – Demasiado.
- ¿Te ha dado tiempo?
- Claro que me ha dado tiempo. Empecé a echarte de menos nada más cerrar la puerta de mi
casa.
Oh, joder… ¡qué bonito! No, no. Calma y sangre fría.
- Creí que habrías estado muy ocupado. – levanté mi ceja izquierda, mientras hacía bailar la
copa entre mis dedos.Si lo dices por Virginia…
Le miré directamente y negando con la cabeza le dije:
- No me interesa.
Fuimos paseando hasta un punto intermedio entre su casa y la mía. Fue lo mejor. Muy sano por
nuestra parte. Nos paramos en la calle, dándonos cuenta de que cada uno tenía que ir en una dirección
y me preguntó si quería que fuéramos a su casa a coger el coche.
- Puedo acercarte si quieres.
- No te preocupes. Hace una noche increíble. Pasearé. – le aseguré imaginándonos besándonos
desesperadamente si lo hacía.
- Desde aquí son al menos veinte minutos andando. ¿Te dejarán esos zapatos?
Me reí.
- Claro que sí.
- ¿Te acompaño? No son horas de ir sola por la calle.
- Tú tendrás que volver solo y tampoco serán horas.
Intuí el calor de la mano de Víctor acercándose a la mía y me asusté. Creí que me besaría y aunque
había actuado con mucha seguridad hasta el momento, no sabía qué debería hacer de darse el caso.
Pero sus dedos sólo serpentearon sobre los hilos de la bolsa de La Perla.
- ¿Es para alguna ocasión especial?
- Quizá. Cualquier día puede ser especial, ¿no?
- Claro que sí. ¿Puedo…?
Le tendí la bolsa de papel y le dejé asomarse a su interior. Metió la mano con cuidado, apartó el papel
de seda con el nombre de la marca y echó un vistazo durante, quizá, más segundos de los que era
necesario. Después sonrió y mirándome confesó:
- Estoy más de acuerdo que nunca. Con esto puesto cualquier situación es especial.
Cogí la bolsa otra vez y di un paso hacia atrás, dándole a entender que me iba.
- Tienes razón, no debo acompañarte a casa. – dijo.
- No, no debes.
Di dos pasos, empezando a andar hacia atrás y después me giré, sonriente.
- ¡Valeria! – me llamó a mi espalda.
- Dime.
- Llámame.
- Sabes que no lo haré.
Víctor se quedó mirándome con el ceño fruncido, como extrañado. Creo que estaba preguntándose qué
había podido pasar en este tiempo para que yo hubiera cambiado tanto. Y creo que logré atisbar, antes
de girarme de nuevo, como su gesto se convertía en una sonrisa perversa.

Valeria en el espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora