Yo digo que no

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Carmen entró en casa de la madre de Borja dispuesta a hacer que las cosas mejoraran. Sabía
que en el fondo nunca había sido todo lo condescendiente que debería. Quizá había tenido miedo de
que si no se hacía fuerte en su posición, nunca terminaría sacando a Borja de allí. Pero ahora, con
aquel anillo en el dedo, sabiendo que en el plazo de un año ellos mismos formarían su propia familia,
sabía que tenía que jugar muy bien sus cartas para sentar las bases de una sana relación con todos los
que les rodeaban, tanto con su suegra, como con sus padres…
Así que entró con una sonrisa de disculpa. Sabía que para ninguna madre tiene que ser plato de
buen gusto encontrarse a su hijo entregado al fornicio sobre el cubrecama, así que se esforzó en ser
amable.
- Hola Puri. – dijo sonrojada.
- Hola. – la contestación seca de la madre de Borja le dio la pista de que fácil lo que se dice
fácil… como que no iba a ser.
Borja pasó por delante de la puerta y le sonrió, como dándole el empujoncito final. Era un tema que ya
tenían hablado. Habían llegado a la conclusión de que tenían que arreglar las cosas, aunque fuera de
manera superficial para que el trato fuera más fácil, sobre todo ahora que se enfrentaban a la
preparación de una boda. Hizo de tripas corazón y, tal y como había ensayado con Borja, le dijo:
- Mira… quería pedirte disculpas por lo que viste el otro día, aunque no es algo por lo que
tengamos que pedir disculpas exactamente. Tu hijo y yo nos queremos y nos vamos a casar. Dios
quiera que tengamos también la oportunidad de ampliar la familia, de tener niños, de hacerte
abuela y… bueno, tenemos una relación normal y sana, lo que implica, ya sabes, lo que viste.
Pero no debimos hacerlo aquí. No ante la menor sospecha de que tú lo tomarías como una falta de
respeto. No queríamos molestarte y no queríamos que pensases que te faltábamos al respeto. No
fue algo premeditado y…
Puri levantó la mano, parándola y levantando la barbilla con aire digno, susurró:
- Mejor cállate. No tienes que contarme lo que es una relación sana y normal, porque yo estoy
casada desde hace cincuenta años y he tenido dos hijos. Uno de ellos Borja, que no se te olvide.
Mi hijo es muchas cosas buenas, pero entre sus virtudes no está el elegir bien y vaya… qué ojo ha
tenido contigo. Y trago porque no me queda otro remedio pero sobre lo de los nietos ya sabes lo
que dicen… los hijos de mis hijas, nietos míos son, los de mis hijos, lo son o no lo son.
Carmen se quedó con la boca entreabierta. De entre todas las respuestas posibles que habían estudiado,
no estaba aquella, sin duda. Sabía que no podía replicarle y no porque no se fuera a quedar a gusto.
Pero sería Borja el que se disgustara, así que tragó saliva y salió de la cocina. La rabia se fue
convirtiendo en un sentimiento que iba inundándola y ahogándola, que no podía capear. Se le puso un
nudo en la garganta y supo que no tardaría en echarse a llorar. Echó de menos a su madre y hasta
aquello, tan natural, le dio pena. Se asomó al salón, donde estaba Borja con su padre y haciendo de
tripas corazón, sonrió.
- Borja, mi vida, ¿puedes venir?
Borja apagó el cigarro en el cenicero y salió junto a ella, quedándose junto a la puerta de salida, en un
rincón.
- ¿Fue bien?
- Me voy.
- ¿Cómo? – contestó él frunciendo el ceño.
- Me voy. Tengo… tengo cosas que hacer esta noche y lo había olvidado.
¿Es por mi madre? ¿Ha reaccionado mal?
- No, no, qué va. Lo arreglamos como buenas marujas. – se rio falsamente tratando de dominar
el tono de su voz. – Pero me tengo que ir. Ya se lo dije a ella, no te preocupes.
- Oye que si… que si no estás bien o… podemos irnos a tu piso.
- No, no, quédate. Tengo cosas que hacer y te aburrirías.
- ¿Estás bien? – inclinó la cabeza, tratando de mirarla a los ojos, que ya se le empezaban a llenar
de lágrimas.
- Claro, cariño. Es que me da pena no quedarme.
- Ya. – contestó Borja algo confuso. – Espera, que te llevo.
- No, no. Por favor… – la voz le tembló un poco. – Quédate. Yo…
- Carmen, ¿qué pasa?
- No pasa nada, cariño. – le tocó la cara. – Te quiero.
- Y yo.
Carmen abrió la puerta de casa y salió al rellano, cerrando despacito a su espalda. Creía que Borja iría
a por la chaqueta, las llaves del coche y la alcanzaría en el portal, pero Borja tenía la mosca detrás de
la oreja y fue directamente a la cocina.
- Mamá…
- ¿He oído la puerta? – preguntó ésta.
- Sí, Carmen se fue. Tenía cosas que hacer.
- Ah, pues mira, mejor. Así cenamos en familia.
Borja se quedó dos segundos en silencio. Después se irguió, apoyado en el marco de la puerta y tras
carraspear dijo:
- Carmen está a punto de ser mi mujer. Es familia.
- Bueno, bueno. Ya me lo creeré yo cuando os vea en el altar. Ya se sabe cómo sois los jóvenes.
Que un día pensáis esto y otro día pensáis lo otro. Y si encima esta chica te da… mucha carne…
pues ya. Igual con la cabeza fría te lo piensas mejor. – Y aquello parecía, por el tono de su voz,
algo maravilloso. – Lo malo será el buen dinero que te has gastado en el anillo.
- Mamá… ¿le has dicho algo que haya podido molestarla?
- Yo no. Si se molesta por un par de verdades es ella la que tiene el problema.
Borja cogió aire y contestó con su flemática rabia habitual, siempre educada. Era la única manera que
conocía de hacer manejable esa emoción.
- Si ella no es de la familia, dentro de poco yo tampoco lo seré.
- ¡Ves! ¡Te está poniendo en mi contra! – lloriqueó su madre.
- Me estás poniendo en tu contra tú sola. – suspiró apenado.
- ¡Es que no me gusta! – contestó fuera de tono su madre. – ¡No me gusta nada! Tiene pinta de
buscona, ¿sabes? De esas gatas que saben mucho de gramática parda. ¿A que no fuiste tú quien la
estrenó? ¿A qué no? ¡A esa se la han pasado de mano en mano!
Borja cerró los ojos y después los frotó.
- Si no la respetas, no me estás respetando a mí. Es lo único que quiero que entiendas.
- Cariño, esa chica no…
Borja entró en su habitación con tranquilidad, cogió una bolsa de mano, la llenó con unas cuantas
cosas y salió por el pasillo.
- ¿Dónde vas? – dijo su madre. – ¿Dónde vas?
- Me voy con mi mujer.
Un portazo terminó con la discusión.
Carmen ya estaba en casa cuando apareció Borja, con la boca hecha un piñón. No se dijeron
nada. No hablaron de lo que había pasado en casa de Borja. Solamente se abrazaron, se besaron y
durmieron apretados.
Nerea estaba sentada en el salón de su casa con las piernas cruzadas. Si alguien hubiera entrado
en aquel momento en la habitación se hubiera sentido en una de esas series de los ochenta, de familias
adineradas que desayunan con sus mejores galas, con los cuellos abrigados por estolas de zorro. No
era el caso, pero allí estaba ella, con un vestido negro con cuello blanco Peter Pan, las piernas
bronceadas y unos zapatos negros de tacón preciosos, cogidos al tobillo con un enganche de cristal de
Swarosvki. Llevaba la melena suelta, peinada con unas ondas preciosas al estilo Hollywood de los
cincuenta y no olvidemos su collar de perlas. Su eterno collar de perlas, con el que jugueteaba ahora
entre sus manos, con la manicura perfecta.
Tenía la vista fija en Daniel, que había llevado el portátil a su casa y ultimaba los detalles de
una presentación para un cliente. Él también iba bien vestido… no era para menos. Iban a hacer las
presentaciones formales con la familia de Nerea.
Y aquello debía hacerla sentir bien, hacerla sentir contenta y tranquila, porque tenía a su lado a
un hombre de los que valían la pena, al menos en la escala de su madre. Y ella creía en aquella escala.
Tenía un buen trabajo y ostentaba un cargo medianamente bueno en su empresa, con vistas a ser
mucho mejor en algunos años. Era guapo. Muy guapo. Pensó en los hijos que podrían concebir.
Rubios, altos, con ojos claros y gallardos. Estilosos querubines en pantalón corto y calcetines con
borlas llamándola mamá. Y ella eternamente joven. Al menos en su fantasía así era. Siempre que se
paraba a fantasear con ello, la imagen que tenía de sí misma jamás aparentaba más de veinticinco,
aunque ya estuviera muy cerca de la treintena.
Treinta. Claro. Esa era otra de las cosas buenas de Daniel. Tenía treinta y cuatro años y estaba
dispuesto a casarse; y Nerea se olía que el hecho de que Carmen se hubiera prometido no había hecho
más que dar el pistoletazo de salida. Daniel no tardaría mucho en arrodillarse frente a ella con un gran
anillo en las manos. A lo sumo un año. Y ella sería la novia más guapa que nadie habría visto.
Con esto no quiero decir que Nerea fuera una persona creída o demasiado vanidosa. Para nada.
Nerea era objetiva. Todas sabemos en mayor o menor medida lo que tenemos y lo que no tenemos. Y
Nerea sabía que estaría muy guapa el día de su boda.
Y Daniel, era guapo, de buena familia, tenía un buen trabajo, tenía estilo y quería ir en serio
con ella. Siempre tuvo esa intención.
Uhm… una alarma interna se encendió dentro de Nerea. ¿Sería porque se había enamorado de ella
nada más verla? ¿Sería porque al conocerse ya supieron los dos, por osmosis, que no podrían vivir un
año más de su vida sin tener al otro? O… ¿o más bien había sido pragmatismo? Ambos encajaban bien
en las expectativas del otro. Ambos eran guapos, de buena familia, tenían un buen trabajo, tenían
estilo y querían una relación en serio. Los dos querían casarse y tener hijos. Pero… ¿en abstracto o en
concreto?
Nerea suspiró y siguió jugueteando con las perlas de su collar. Daniel la miró y le sonrió. Seimaginó, de repente, qué canción bailarían el día de su boda. Algo clásico. Y se mirarían a los ojos y
se susurrarían “te quiero”. ¿Te quiero?
Pasarían la vida juntos. El uno junto al otro. Y ya no habría Nerea. Habría Nerea y Daniel… y los
pequeños que vinieran. Ella ya no tendría ganas de seguir saliendo por ahí con nosotras, dando tumbos
por la vida, ¿no? Ella quería… una vida adulta, con su casa, con sus niños, con una parcela con jardín
en la que tener un perro grande, un labrador, que alguien cuidaría por ella para que siempre estuviera
aseado y oliera a frutas.
Se dio cuenta de que estaba respirando entrecortadamente. Se dijo a sí misma que sería la
emoción de que hubiera llegado el día de presentarlo a su familia. Desde Jaime que no se veía en una
situación similar. Desde Jaime, que también era guapo, de buena familia, que también la respetaba…
sí, la respetó siempre tanto que acabó haciendo guarradas con otra a sus espaldas. Eso era lo que le
había dicho su hermana. Se había buscado a otra porque a ella la respetaba demasiado. A ella la quería
y a la otra sólo se la follaba. Ahora estaban casados.
Pero…
Daniel se puso en pie y le sonrió con bonanza.
- Ya he terminado.
- Yo también. – dijo Nerea levantándose del sofá.
- ¿Cómo?
Ella se mantuvo callada pestañeando, con la expresión algo anonadada de sí misma.
- Digo que ya nos podemos ir. – susurró Daniel.
- No.
- ¿Qué te falta?
- No quiero que vayamos. En realidad, no… no te quiero a ti.
Daniel abrió los ojos exageradamente y después se rio.
- Venga, Nerea… ¿qué pasa?
- Que no te quiero y no quiero perder más tiempo con cosas que no quiero.
Y… paradojas de la vida, ella sí fue a casa de sus padres después, tal y como había quedado con ellos.
Sin embargo, la velada fue bastante menos agradable de lo que habían planteado. Entró como una
exhalación y en una vomitona, les contó que había abortado por un fallo de los anticonceptivos y que
se había sentido sola y asustada.
- Que no pueda acudir a mi familia en un caso como este es deplorable. ¡¡Deplorable!! Hacéoslo
mirar.
Tras esto… sólo un portazo.

Valeria en el espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora