El Monje Rankei

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Cuando el barco del monje zen chino Rankei se acercaba a la bahía de Kamakura, la diosa Benten de la isla de Enoshima envió una divinidad protectora otorgó, con el encargo de cuidar de que el ilustre monje desembarcara sano y salvo y de su bienestar mientras durara su estancia en Japón.

Pero Benten dio al otogo la forma de una mujer muy joven y hermosa, lo que pronto esparció las sospechas por todo Kamakura de que el nuevo monje del templo de Kencho-ji era un hombre disoluto, indigno de los sagrados hábitos. Los rumores tomaron tal envergadura que hasta llegaron a oídos de la esposa del regente Hojo no Tokiyori. Dispuesta a averiguar por su propia cuenta qué estaba aconteciendo, la poderosa mujer se encaminó al templo zen con una comitiva de tres mil personas, entre damas de compañía y funcionarios de palacio.

En un abrir y cerrar de ojos se distribuyeron por todos los numerosos edificios de Kencho-ji y terminaron por descubrir a la doncella. Las damas de compañía organizaron un tremendo alboroto, criticando sin reservas al monje, y la propia esposa del regente censuró con severidad a Rankei.

— Tengo entendido que usted es una persona de gran virtud, pero, ¿le parece apropiado ocultar a una mujer hermosa en un templo de preceptos budistas tan severos? — preguntó.

— No es una mujer — repuso el monje muy compuesto —, sino una divinidad protectora otogo que he recibido de la diosa Benten, de la isla de Enoshima.

Ante las expresiones de incredulidad de los presentes, que se aglomeraban en el interior de la sala y los alrededores del edificio, continuó:

— Parece que dudan de mi palabra... No tendré más remedio que presentarles una prueba.

Dicho esto, se volvió hacia la dulce doncella, que había permanecido en completo silencio y con los ojos bajos.

— Te ruego que les muestres tu verdadera forma.

En ese preciso instante, el otogo se convirtió en una serpiente gigantesca que reptó por el recinto del templo y se enroscó en el gran portal, dándole siete vueltas. Los presentes contemplaron las escenas mudas de espanto, sin atreverse a mover un dedo, por fin completamente convencidos de la santidad del monje.

Apenas se habían recuperado de su asombro, Rankei ordenó al otogo que preparara un ágape para los tres mil presentes con los platos más refinados. Todos comieron en reverente silencio, marchándose después de dar las gracias al monje con el mayor respeto y admiración.

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