El Extraño Takkuri

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Muchos, muchos años atrás, en la era Edo, al frente del gran santuario de Hachimangu existía una posada llamada Kadosho. Además de alojar y servir comida a los peregrinos y viajeros, ese local vendía sake a granel. Cierto anochecer, entró un anciano de largos cabellos blancos, llevando un tokkuri de vientre redondeado y cuello largo.

— Póngame un sho de sake — dijo con voz tranquila, entregando la jarra al posadero. Quedó llena hasta el borde y el anciano se marchó muy contento, sujetando el recipiente entre ambas manos con el mayor cuidado para que no se derramase ni una gota.

Varios días más tarde, apareció de nuevo el ancia¬no de cabello blanco con el mismo tokkuri.

— Póngame un sho y medio de sake — dijo en el mismo tono apacible, entregándole el tokkuri del día pasa¬do con la mayor naturalidad.

El posadero lo miró sorprendido. Si el día pasado había cabido un sho justo, uno y medio resultaría imposible. Sin embargo, como era hombre de pocas palabras, optó por verter la cantidad pedida y que el cliente viera por sí mismo lo que acontecía. Sin embargo, ante su enorme asombro, esta vez cupo un sho y medio a la perfección, llegando el líquido casi hasta el borde, igual que la vez anterior. De nuevo, el  anciano sonrió con aprobación, pagó y se marchó sujetando el tokkuri con el mayor cuidado. Pasaron algunos días más y, otra vez, apareció el anciano con el mismo tokkuri. 

— Póngame dos sho — pidió de lo más tranquilo.

Pese a que el posadero se quedó sin habla por la sorpresa, en vista de lo ocurrido la vez anterior optó por verter el sake en silencio, aunque su ojo atento no se apartaba del borde de la jarra, temeroso de que se derramase el precioso líquido.

Las dos medidas cupieron a la perfección, llegando el líquido justo hasta el borde, al igual que las dos veces anteriores. Desde luego, el anciano de largo cabello blanco tomó de vuelta la vasija sin el menor signo de asombro, pagó y se marchó tan contento. En esta ocasión el posadero se dio cuenta de que algo extraordinario estaba ocurriendo y, dejando el local a cargo de un aprendiz, salió en pos del singular anciano, preguntándose, muy intrigado, de dónde habría salido tan peculiar personaje.

Por suerte, el anciano caminaba sin echar la vista atrás, de modo que le pudo seguir sin percance alguno. Subió la montaña por el lado del santuario Orne, bajó por el valle de Izumigayatsu, subió la cuesta de Hansho y, por fin, desapareció en una cueva excavada en la roca. El dueño de Kadosho se detuvo frente a la entrada y echó una ojeada, aunque no pudo distinguir nada en la densa oscuridad. Al cabo de un rato, del interior de la cueva comenzó a escucharse el bullicio de una fiesta, con murmullos de conversación, risas y canciones. Parecían estar pasándoselo en grande.

Quienes supieron lo acontecido opinaron que esa cueva, situada en el recinto del santuario de Zeniarai Benten, era la morada de los dioses de la felicidad, y que allí se reunían para tomar sake y conversar. Y, por supuesto, el anciano que iba a comprar sake con el extraño tokkuri era uno de ellos.

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